El Mapa de la Ausencia:

 

 Marcha por las Voces que Faltan

Hay ausencias que pesan más que la presencia, y las calles, hoy, las llevan a cuestas.

El 30 de agosto de 2025, el asfalto me quemaba las suelas. No de un calor normal de ciudad, sino de la furia que emanaba de la multitud. Lo sentí en mis pies, una vibración sorda que subía por las piernas, un eco constante del dolor y la indignación. Era el eco de un silencio ensordecedor, el grito de un vacío que se ha vuelto intolerable. En ese momento, las calles de México no eran un camino, sino un mapa trazado con el dolor de miles, una geografía de la ausencia.

Marché junto a ellos. No era una manifestación cualquiera, sino una peregrinación de almas rotas. Llevaban fotos, a veces eran rostros sonrientes que parecían sacados de un álbum familiar, otras de padres, y en el peor de los casos, sólo un nombre escrito en una cartulina descolorida. Eran fantasmas que caminaban entre nosotros, un recuerdo vivo de lo que la impunidad puede hacer.

Mi corazón latía al ritmo de los tambores que marcaban el paso. El sonido no era de fiesta, sino un redoble funerario que se confundía con los gritos de la gente. "¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!", un mantra de resistencia que se repetía una y otra vez, hasta que las gargantas se secaban y la voz les fallaba. No había lágrimas en sus rostros, solo una rabia petrificada que los hacía parecer estatuas. Su dolor era demasiado profundo para el llanto.

Con mis propios ojos, vi a una señora con el rostro curtido por el sol y los años. Sostenía una foto de un muchacho que bien podría ser mi vecino. Con los ojos vidriosos, pero con la voz firme, me contó que su hijo había desaparecido hace siete años y que la policía "sigue investigando". Siete años de silencio oficial, de carpetas llenas de polvo, de no saber si su hijo respira o si es ya solo un eco en la tierra. Y como ella, miles. Cada rostro en esa marcha era un expediente cerrado sin justicia, un caso que se olvida para que el siguiente pueda sumarse a la estadística.

Escuché sus consignas, repetidas una y otra vez, hasta que la garganta se les secaba y la voz les fallaba: "¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!". Era un mantra de resistencia. Vi el puño cerrado de un padre que caminaba en silencio, con la mirada perdida en la nada y la mandíbula tensa. No había lágrimas en su rostro, solo una rabia petrificada que lo hacía parecer una estatua, un monumento viviente a la frustración. Su dolor era demasiado profundo para el llanto.

Esta marcha no es un evento aislado, es la consecuencia inevitable de la descomposición social. Es el resultado de un sistema que ha normalizado la desaparición como una variable más en el gran juego del poder y la criminalidad. Es el grito de aquellos que han entendido que nadie les dará la paz, si no la luchan ellos mismos en las calles, en los medios, en sus propios hogares. Hoy, las voces que antes temblaban, se unieron en un coro imparable, exigiendo que la impunidad, esa sombra que lo cubre todo, sea finalmente desterrada.

Y cuando creía que la procesión se disipaba, un joven, con los ojos llenos de una chispa que reconocí como el principio de una revolución, me dijo que esta era solo la primera de muchas. Que la gente está cansada de vivir con miedo y que se negarán a rendirse. Sus palabras quedaron resonando en mi cabeza, una verdad tan poderosa que me hizo sentir que, a pesar de todo, la esperanza sigue viva, aunque sea en el corazón de aquellos que lo han perdido todo. Y me fui de ahí sabiendo que mi papel no era solo ver, sino narrar.

Pero ¿qué sucede cuando la voz de la denuncia se apaga? ¿Qué pasa cuando el último manifestante regresa a casa, y la calle se vacía, dejando atrás solo la suciedad de las consignas y el eco de los pasos? En la próxima entrega, exploraremos cómo la indiferencia, a menudo, se convierte en el peor enemigo de la justicia.

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