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El Peso de la Promesa

En la guerra, un juramento es una bala disparada sin regreso.

Las noticias llegan a pedazos, como fragmentos de una granada. Vuelan por el aire, se incrustan en las conciencias y dejan su rastro. No hay necesidad de interpretarlas, solo de verlas. Y la que llegó hoy desde Yemen fue una de esas. Los hutíes habían jurado. Prometieron "días oscuros" para Israel. El eco de esa frase resonó en las calles de Tel Aviv, no como un grito, sino como una certeza fría que se arrastra en la sombra.

En esta parte del mundo, la historia no es un libro que se cierra. Es una herida que nunca cicatriza. Veo a los hombres en los cafés, a las mujeres en los mercados, a los niños jugando al balón. Ellos han aprendido a vivir con ese peso, con la constante amenaza que flota en el aire. La promesa de los hutíes no fue algo que se tomó a la ligera. Se asienta sobre los hombros de una nación, se suma a un historial de conflictos que se extienden como una larga cicatriz en la piel de la tierra. He visto la tensión en las caras de los soldados en los puntos de control, la forma en que sus ojos buscan en el horizonte algo que, en realidad, está en sus espaldas.

La guerra es un oficio amargo y solitario. Un militar israelí murió hoy por "fuego amigo" en Gaza. Un hecho simple y brutal. El enemigo no siempre viene del otro lado de la trinchera. A veces, la muerte se esconde en el error, en la niebla de una decisión tomada en el fragor del combate. En la guerra, el caos es una herramienta, y la muerte es solo una consecuencia. Ese soldado no murió por un ideal, murió por un error, un recordatorio de que en el infierno, la única garantía es el final.

Me quedé mirando el cielo, un manto negro sin luna, pensando en todos los nombres que se habían perdido, los que no saldrían en los titulares, los que serían olvidados por la historia. La guerra, en su brutalidad, había dejado de ser un estruendo para convertirse en un susurro, en la respiración entrecortada de un niño que se esconde bajo una sábana, en la plegaria silenciosa de una madre que ha perdido la cuenta de las estrellas.

La promesa de los hutíes no es solo un titular. Es un capítulo más en el largo libro del conflicto. Es la evidencia de que el problema no se limita a un frente, a una frontera. Se extiende, se ramifica, infecta la región entera como una enfermedad. Y el mundo lo mira. Desde la distancia, con una indiferencia que a veces es más brutal que el acto mismo. Los políticos hablan, los analistas escriben, pero la gente de a pie lo siente en la piel. Lo sienten cuando se levantan por la mañana, cuando se van a la cama por la noche, y cuando sus hijos preguntan si mañana habrá colegio.

Esta guerra no es un evento aislado, es la consecuencia inevitable de la descomposición social. Es el resultado de un sistema que ha normalizado la desaparición como una variable más en el gran juego del poder y la criminalidad. Es el grito de aquellos que han entendido que nadie les dará la paz, si no la luchan ellos mismos en las calles, en los medios, en sus propios hogares. Hoy, las voces que antes temblaban, se unieron en un coro imparable, exigiendo que la impunidad, esa sombra que lo cubre todo, sea finalmente desterrada.

Y me fui de ahí sabiendo que mi papel no era solo ver, sino narrar. En la próxima entrega, exploraremos cómo la indiferencia, a menudo, se convierte en el peor enemigo de la justicia.