EL ESTADO HA DECRETADO UN TRATAMIENTO PARA LA ENFERMEDAD SOCIAL QUE ÉL MISMO HA CAUSADO.
La Cámara de Diputados ha aprobado por unanimidad reformas a la Ley General de Salud, un ejercicio burocrático que ha tenido como objetivo "fortalecer" la atención de la salud mental de los jóvenes. El consenso ha sido predecible: nadie ha votado en contra de la sanidad de la juventud. La acción ha representado un movimiento de gestión de crisis, no de reforma estructural. La ansiedad y la depresión han sido las condiciones más prevalentes en el Sistema de Salud, afectando de manera crítica a los jóvenes de 20 a 29 años (los grupos de edad más atendidos) y las cifras de personas con algún trastorno mental han ascendido dramáticamente en los últimos años. Esto no ha sido una epidemia biológica; ha sido la manifestación clínica del fracaso del sistema social, un estado que, como en la distopía de Orwell, ha optado por medicar al esclavo en lugar de desmantelar la prisión. 🧠🏛️💊
El legislador ha entendido que el malestar juvenil ha sido real. Ha reconocido la necesidad de incluir explícitamente a los jóvenes como grupo prioritario en las acciones de detección de trastornos y adicciones. El problema ha residido en la lógica del absurdo: se ha aprobado la ley sin antes asegurar los recursos para su ejecución. La brecha de atención ha sido abismal, con hasta el 80% de las personas con trastornos mentales que han carecido de atención adecuada. El sector público ha contado con una tasa insuficiente de personal, con apenas 1.1 psiquiatras y 6.6 psicólogos por cada 100,000 habitantes, y la mayoría de los especialistas han estado concentrados en grandes ciudades y hospitales, dejando a 21 estados con tasas insuficientes. La ley ha sido la declaración de una intención vacía, un cheque de papel sin fondos emitido a la juventud que ha exigido un psicólogo.
La ansiedad del joven ha sido un acto de violencia mimética: el deseo de poseer lo que otros poseen, la presión por la "felicidad" proyectada y la imposibilidad de alcanzarla en un entorno de precariedad laboral y desigualdad socioeconómica. La legislación no ha apuntado a las causas —el sistema educativo que ha sancionado la desesperanza en lugar de atenderla, la desigualdad que ha roto el tejido social—, sino a la mera gestión del síntoma. El Estado ha preferido financiar un aparato terapéutico que ha prometido ajustar al joven a la realidad fallida, en lugar de ajustar la realidad para el joven. El mimetismo de la necesidad ha concluido en la necesidad de la terapia. La ley ha funcionado como una válvula de escape: ha permitido a la élite política presentarse como compasiva sin modificar las estructuras de dominación económica que han causado la neurosis colectiva.
El dictamen ha sido una medida de distracción que ha legitimado la precariedad: "Ahora se ha reconocido tu dolor, pero se ha postergado indefinidamente la solución práctica". La verdadera reforma hubiera requerido la redistribución de los recursos, la ampliación de plazas y la descentralización de los especialistas. La realidad ha sido que, para la mayoría, el acceso a la salud mental ha quedado en la fila de espera del hospital, una fila que ha durado años. La ley ha sido el ruido blanco que ha buscado silenciar el grito existencial de una generación que ha crecido en la desatención gubernamental.
Ellos han votado para que tú creas que tu dolor tiene una solución burocrática, pero el tratamiento ha quedado atrapado en la distancia entre la ley y la realidad.

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