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La ciudad donde la justicia es un espejo del pueblo

La balanza de la justicia no es ciega cuando es sostenida por un millón de manos. A veces, para ver el camino, hay que encender la primera vela.

El 2 de septiembre, el aire en la Ciudad de México no se sentía denso por la lluvia o el esmog, sino por la gravedad de un momento histórico. Aquel día, el nuevo Poder Judicial de la Federación, un experimento audaz nacido de las urnas, entró en funciones. No fue un simple cambio de guardia, sino un sismo que sacudió los cimientos de una de las instituciones más antiguas del país. Yo, El Gato Negro, me encontraba en un café, mi refugio habitual, observando el río de gente que fluía por las calles, y en cada rostro veía un reflejo de la misma incógnita que me acechaba: ¿puede la justicia, esa dama de ojos vendados, ser verdaderamente imparcial cuando su ceguera es el resultado de un voto popular?

La reforma, un eco de la profunda transformación que vive México, era la respuesta a un clamor que se había gestado durante décadas. El antiguo sistema judicial, una sombra de mármol y formalidades, había colapsado bajo su propio peso. Se desmoronó no con un estruendo, sino con el silencio de miles de expedientes olvidados, con la indignación de millones de voces que nunca fueron escuchadas. La elección popular de ministros, jueces y magistrados, el punto neurálgico de la reforma, no es solo un acto democrático, sino un salto al vacío. Un salto que, si bien podría ser la liberación del yugo del poder fáctico, también podría ser la caída más dolorosa hacia una justicia politizada y maleable a los vaivenes de la opinión pública.

En mi mesa, el periódico matutino relataba los hechos con una frialdad casi clínica: la reducción de 11 a 9 ministros de la Suprema Corte, la eliminación de las salas, la creación de un nuevo Tribunal de Disciplina Judicial. Parecía una simple reorganización administrativa, una tabla de Excel para burócratas, pero yo, acostumbrado a leer entre líneas, sabía que era mucho más que eso. Era la esperanza de que la justicia, finalmente, dejara de ser un privilegio de la élite para convertirse en un derecho tangible para el ciudadano de a pie.

Recordé las palabras de Voltaire, mi compañero silencioso en estas crónicas urbanas: "Si la justicia existe, debe ser para todos". Y en mi mente, la pregunta resonaba: ¿la legitimidad otorgada por las urnas garantizará la independencia frente a los poderes políticos que la impulsaron? ¿O se convertirá el Poder Judicial en un simple apéndice del Ejecutivo, un eco de la voluntad popular en lugar de un árbitro de la ley? La tensión entre la técnica jurídica y el mandato social es la cuerda floja sobre la que ahora camina el futuro del país.

El nuevo ministro presidente de la SCJN, Hugo Aguilar Ortiz, habló de austeridad, de recortar salarios, de romper con el nepotismo. Un discurso pragmático, casi revolucionario, que prometía una limpieza profunda. Pero una voz interna me susurraba que el verdadero desafío no era el dinero, sino el alma del nuevo sistema. ¿Serán los nuevos togados guardianes de la ley o simples marionetas de la voluntad popular que los eligió? La reforma judicial, a pesar de su carácter histórico, ha desatado una ola de críticas. Algunos analistas la describen como un desmantelamiento del sistema anterior, un proceso irregular que impuso candidatos de bajo perfil, más atentos a las órdenes del Ejecutivo que a la ley. Esta falta de legitimidad e independencia, según los críticos, podría debilitar la certeza jurídica, un pilar fundamental para la inversión y el crecimiento económico.

Vi a una anciana entrar al café, con una carpeta desgastada bajo el brazo. Quizá era un juicio que se arrastraba por años, un eco de la justicia que fue. Me pregunté si en su corazón cabía la esperanza. ¿Qué significará para ella, para el ciudadano de a pie, este cambio histórico? ¿Verá por fin su caso resuelto en el plazo de 6 meses para asuntos fiscales o 1 año para asuntos penales que promete la reforma? ¿O se enfrentará a una nueva burocracia, tan implacable como la anterior?

El camino de la justicia es largo y arduo, y hoy, 2 de septiembre, ha tomado un rumbo incierto. La prensa dentro y fuera de México ha escrito durante un año y medio sobre las implicaciones de esta profunda reforma judicial. La presidenta Claudia Sheinbaum la ha descrito como un hecho inédito y democrático, el fin del nepotismo y el inicio de la legalidad. Sin embargo, la reforma se ha concentrado más en cómo se eligen sus integrantes que en modificar la estructura y operación del Poder Judicial. La implementación de este modelo sin parangón en el mundo recae ahora en sus hombros, y los costos políticos de su ejecución serán inevitables.

Me levanté de mi mesa, dejando el periódico a un lado. El primer capítulo de esta nueva historia apenas se ha escrito, y la tinta está aún fresca. Como cronista, mi deber es seguir cada movimiento, cada palabra, cada sombra que se proyecte en esta nueva sala de audiencias. Este no es el final de la historia, es el prólogo de una novela que todos estamos viviendo. Y en el próximo capítulo, te contaré lo que descubrí detrás de las puertas del nuevo Tribunal de Disciplina Judicial y cómo este nuevo órgano podría redefinir la carrera judicial en México.