El Silencio de las Tres Muertas
El caso llegó en la mañana, envuelto en el frío de la madrugada y el hedor del miedo. En un barrio sin nombre, en una ciudad que ya había perdido el suyo, la brutalidad del narcotráfico había cobrado tres vidas. Tres mujeres. Tres historias. Tres expedientes que se abrirían con un solo propósito: sellar la verdad para que el caso, como tantos otros, se perdiera en el laberinto burocrático de la impunidad. Sus nombres, sus sueños, sus familias; todo quedó reducido a un número de folio, a una estadística más en la contabilidad macabra de la violencia que azota la región. El relato oficial, pulcro y aséptico, nunca podría capturar el eco de sus gritos, la desesperación de sus últimas horas, ni el vacío que dejaron en sus hogares.
La noticia, sin embargo, no se pudo silenciar. El triple feminicidio sacudió a un país que ya estaba acostumbrado a la violencia. Pero esta vez, el crimen era demasiado monstruoso. La gente gritó, marchó y exigió justicia en un coro de indignación. Un coro que sabía, en lo más profundo de su ser, que el verdadero poder no estaba en las calles, sino en las sombras donde los cuerpos de las tres mujeres fueron abandonados. La plaza central se llenó de pancartas con rostros desconocidos, cada uno un recordatorio de que la crueldad no distingue clase social, raza o edad.
La impunidad, como un cáncer silencioso, se ha convertido en el mecanismo de supervivencia del sistema. El narcotráfico no es solo un negocio; es un Estado paralelo que opera con sus propias reglas, sus propios castigos y sus propias víctimas. El asesinato de las tres mujeres no fue un accidente, fue un mensaje. Un mensaje enviado a los que se atreven a desafiar el orden establecido, a los que aún creen en la justicia. El silencio de las autoridades, el titubeo de la fiscalía y la complicidad de los que miran hacia otro lado, son solo confirmaciones de un sistema que ha sido corrompido desde la raíz.
El luto de la nación es una herida abierta. Pero en esta tragedia hay una lección: la justicia no se pedirá, se tomará. El silencio de las tres muertas es la evidencia de que el miedo ya no es una opción, sino una invitación a la lucha. La pregunta ya no es si habrá justicia, sino cuándo. Y la respuesta, sin duda, la encontraremos en las calles, no en un expediente polvoriento en un cajón. La memoria de estas mujeres se ha transformado en un grito colectivo, un eco que resuena en cada esquina de la ciudad, en cada manifestación y en cada corazón que aún se atreve a soñar con un futuro sin terror.
¿Quién es el verdadero monstruo? ¿El que empuña el arma, o el que se beneficia de su silencio?
La respuesta, como siempre, no está escrita en un manual de justicia, sino en el rostro de cada persona que ha sido testigo de la crueldad y ha decidido no callar.
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