Crónica de un Despertar Prohibido
La sociedad, esa gran novelista de nuestra realidad, tiene un capítulo en blanco sobre la vejez. Un capítulo que decide que la historia ya está escrita: después de cierta edad, el deseo se convierte en un fantasma, la pasión en un recuerdo, y la intimidad en un simple gesto de compañía. Es un guion fácil, un cliché que nos permite mirar a los ancianos como seres asexuados, librados de las turbulencias de la carne. Pero bajo esa narrativa apacible y superficial, se esconde un misterio que he decidido desenterrar.
En las manos de la ciencia, el cuerpo envejece como un manuscrito antiguo. Sus páginas se vuelven más frágiles, algunas líneas se desvanecen, y el ritmo de la prosa se vuelve más pausado. En el hombre, la libido puede disminuir, la erección tardar en llegar. En la mujer, la atrofia vaginal y la sequedad pueden hacer del acto sexual algo incómodo. Pero el error narrativo reside en confundir estos cambios fisiológicos con un apagón total. Un declive no es una extinción. Si el orgasmo es un estallido de fuegos artificiales en la juventud, en la vejez se convierte en la brasa de una chimenea: menos explosiva, pero más cálida y duradera. Es la transformación del sprint a la maratón, del rugido a la caricia.
El verdadero drama de este capítulo, el que se desarrolla en las sombras, es el que la sociedad misma ha escrito. El apagón de la sexualidad en la tercera edad no es un dictado biológico, sino un tabú social y un prejuicio psicológico. Es la vergüenza, el temor al ridículo, la creencia de que es "indecente" o "inapropiado" mantener la pasión. ¿Qué sucede con los deseos, los anhelos, la necesidad de tocar y ser tocado? Se entierran bajo una capa de solemnidad y decoro, como un tesoro prohibido. Las personas se niegan a sí mismas la posibilidad de explorar una sexualidad que podría ser más profunda, más consciente, liberada de la urgencia reproductiva o de la presión del rendimiento.
El hilo invisible de nuestra trama se materializa en un viejo álbum de fotos, con cubiertas de terciopelo desgastado y páginas amarillentas. Cada imagen es un recuerdo de un amor en flor, de cuerpos jóvenes entrelazados. Pero al final del álbum, en las últimas páginas, encontramos la fotografía de una pareja de ancianos sentados en un porche. Sus manos están entrelazadas, sus miradas se encuentran con una complicidad que va más allá de las palabras. Este álbum es una metáfora de la vida sexual: no se cierra, sino que se transforma. El misterio no es si siguen teniendo sexo, sino cómo, contra todas las expectativas sociales, lograron seguir escribiendo su propia historia de amor.
Esta es la revelación oculta de nuestro capítulo: la inactividad sexual en la vejez no es una norma, sino a menudo el resultado de una fatiga existencial, de la pérdida de la pareja o de la creencia social de que la historia ha terminado. El verdadero desafío no es físico, sino mental. Es atreverse a borrar los clichés y a reescribir la narrativa de la propia vida. Porque en el jardín de otoño, aún quedan flores por florecer, y la pasión, al igual que el amor verdadero, no tiene fecha de caducidad.
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