El Festival de las Máscaras y el Fuego:

 Cómo la Navidad en Octubre se Convirtió en una Narrativa de la Disonancia

El aire en Caracas se volvió un lienzo de humo y espejos. Los tambores de las gaitas, que normalmente anuncian el crepúsculo de un año, resonaron de forma prematura, como una profecía distorsionada. El decreto llegó un lunes, en un programa de televisión que se sentía más como una audiencia de un monarca que como un foro de un líder. “Vamos a decretar que desde el 1 de octubre arranca la Navidad en Venezuela, otra vez, este año también”, declaró la voz del poder, y el mundo que lo rodeaba se disolvió en un aplauso ensayado.

En el corazón de la novela de nuestra realidad, este acto no era una simple declaración. Era un conjuro. Un hechizo para conjurar la felicidad y la alegría, pero no la auténtica, sino una versión forzada y sintética, como si el alma de una festividad pudiera ser embotellada y distribuida en bolsas de comida. En la superficie, la medida se presentó como una defensa del “derecho a la felicidad” de un pueblo que ha soportado una era de penurias. Se habló de economía, de cultura, de un país que se rehace. Pero debajo del brillo de las luces y el eco de los villancicos, había una verdad subterránea.

La Navidad anticipada, en esta narrativa, es la distracción perfecta. Es una cortina de humo hecha de hallacas y música festiva que desvía la mirada de los verdaderos conflictos. El decreto llegó en un momento de tensión geopolítica sin precedentes, en el que el despliegue militar de Estados Unidos en el Caribe se sentía como una espada suspendida sobre la cabeza del país. Era una respuesta, una narrativa alternativa a la realidad, que decía: "Mientras ellos nos amenazan con el fuego, nosotros les damos una fiesta".

El hilo invisible de esta trama se materializa en los objetos que fluyen por las arterias de la ciudad. El "Superbigote," un muñeco de plástico con la imagen del líder, se convierte en un símbolo de la disonancia. Es un regalo de la festividad, una pieza de un sistema de control, y un recordatorio constante de quién es el arquitecto de esta realidad forjada. Las bolsas de comida distribuidas en los barrios, aunque alivian temporalmente las necesidades, también se convierten en el hilo que une la dependencia con la festividad. La alegría se convierte en una transacción, y la festividad, en un acto de supervivencia.

El análisis psicológico de este acto es fascinante. ¿Cómo logra un gobierno que una población adopte una narrativa tan incongruente? La respuesta reside en la esperanza y en la fatiga. Después de años de crisis, la gente anhela cualquier motivo para la alegría. Y si se les da una razón, incluso una fabricada, la adoptarán. La festividad se convierte en un mecanismo de escape colectivo, una forma de olvidar el peso del día a día, aunque sea por un momento. La iglesia, una de las pocas instituciones que se atrevió a alzar la voz, criticó el uso de una festividad sagrada para fines políticos, pero su voz se perdió en el estruendo de los villancicos.

En esta novela, el decreto no es el final de un capítulo, sino el inicio de una nueva fase. Una fase donde la realidad y la fantasía se entrelazan de manera inextricable. El misterio no es si la Navidad empezó en octubre, sino cómo se logró que todos pretendieran que sí lo hizo. Es la historia de un pueblo que se puso una máscara de alegría para bailar al son de una música que no eligió.

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