El Cero y el Uno.

 La Gran Desconexión.

Una vez que el mundo deja de tener luz, empiezas a preguntarte qué es lo que realmente estabas viendo.

El primer chasquido fue el del refrigerador. Un sonido seco, abrupto, como el de una conciencia que se desconecta. Luego, el televisor murió. Y, por un instante, me quedé mirando la pantalla negra, sin entender. Fue solo cuando el zumbido constante de la ciudad se detuvo por completo, que me di cuenta. El silencio. Un silencio total, tan pesado y aterrador que se podía sentir en la piel. Me acerqué a la ventana y miré hacia el sur. Todo estaba oscuro. La ciudad, una vez un mar de luces y neón, ahora era un abismo de la nada. Solo quedaban las estrellas, esas viejas farsantes que prometen orden en el caos.

El rumor se extendió por los viejos canales, los que todavía funcionaban. Los radios de onda corta, las líneas fijas que no necesitaban energía. "Ciberataque", decían. Las palabras eran como fantasmas, sin forma, sin cuerpo, pero con un poder destructivo que no podías ver ni tocar. Me senté frente a mi ordenador, un ataúd de plástico negro. El monitor, un espejo sin reflejo. El teclado, un esqueleto mudo. Y en mi mente, vi la batalla invisible que había tenido lugar: bits y bytes, código binario, un virus que se movía como una sombra a través de los cables, buscando su corazón, su interruptor maestro. Los analistas lo llamarían "un ataque coordinado". Yo lo llamé el eco de una profecía.

Me imaginé a los hackers, sentados en alguna parte del mundo, moviendo sus manos con una fluidez que parecía mágica, derribando un mundo que creíamos tan sólido, tan tangible. La red eléctrica no era un objeto. Era un ser vivo, con nervios de cobre y un cerebro de silicio. Y ellos le habían dado un golpe en la nuca. Lo habían matado. O, para ser más exactos, lo habían "desconectado". Y me di cuenta de la aterradora verdad: el mundo que conocíamos no era físico. Era una simulación, un holograma, una serie de impulsos eléctricos. Y alguien, en algún lugar, había encontrado el botón para apagarlo.

Cuando las luces regresaron, la realidad se sintió diferente. No fue un alivio, sino una extraña traición. Las luces volvieron a parpadear. El refrigerador volvió a zumbar. El mundo parecía haber sido reiniciado. Pero yo sabía que no era el mismo. El apagón no había sido un accidente. Había sido una advertencia. Un recordatorio brutal de la fragilidad de nuestra existencia, una existencia que depende de un código que no podemos ver y de una red que nos odia.

La siguiente noche, me senté en mi escritorio, con el ordenador encendido y una nueva pregunta flotando en el aire. La ciudad estaba llena de vida, de luces. Y yo me preguntaba: ¿Qué tan lejos puede llegar la mente de un hacker? ¿Qué sucede cuando el objetivo no es la red eléctrica, sino la red que conecta nuestras mentes?

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