La Paz es el Monopolio de la Violencia
Por El Príncipe de la Sombra
"Es más seguro ser temido que amado, si no se pueden ser ambas cosas."
e pregunta el hombre si una nación, en su afán por la virtud, puede erradicar la violencia, aceptando, con una lucidez que pocos poseen, que la naturaleza humana es intrínsecamente violenta. La pregunta, sin embargo, es la de un soñador, no la de un gobernante. Un príncipe, un verdadero príncipe, no se preocupa por utopías, sino por la realidad cruda y palpable del poder. Su objetivo no es abolir la violencia, sino controlarla.
La violencia, lejos de ser un mal que deba ser extirpado, es una herramienta. En su forma más pura, es la fuerza motriz de la ambición humana, la que impulsa a un hombre a tomar lo que desea. Un país no puede acabar con la violencia; un país sabio la centraliza. El gran arte del gobierno consiste en monopolizar la violencia de tal manera que solo el Estado tenga el derecho a ejercerla, y en la medida en que lo considere necesario. Se crea la policía, se forma el ejército, se promulgan leyes que imponen castigos severos. Esto no se hace para eliminar la violencia, sino para confinarla y redirigirla. La violencia del ciudadano, esa que provoca el caos, es castigada. La violencia del Estado, esa que impone el orden, es glorificada. La paz, por tanto, no es la ausencia de violencia, sino la obediencia a la violencia organizada.
Un príncipe que ignora este precepto está condenado. Si la violencia de los ciudadanos se desata, el Estado pierde su autoridad. Es por ello que un gobernante debe estar dispuesto a ser cruel, si la crueldad es el único camino para mantener la unidad y la obediencia. La clemencia, si no es una espada que se guarda en la vaina, es una debilidad que invita a la traición. La violencia controlada, ejecutada con precisión y sin remordimientos, es lo que previene la anarquía, ese estado de naturaleza donde todos los hombres son lobos. Y la anarquía, como bien se sabe, es la verdadera tumba del Estado y del príncipe.
El caso de El Salvador sirve como un ejemplo contemporáneo de este principio eterno. Frente a la violencia desbordada de las pandillas, que había usurpado el poder del Estado, su gobernante no se adhirió a los sermones de la piedad y el debido proceso. En su lugar, impuso un régimen de excepción, suspendió ciertas libertades y desató la violencia de su aparato de Estado contra la violencia de los criminales. El resultado fue una paz, una relativa paz, que no nació de la virtud, sino de la supresión. La población, agotada por el terror de los delincuentes, acogió esta nueva forma de orden, un orden que, a pesar de sus detractores, se basaba en una premisa inmutable: el Estado debe ser el único que aterrorice.
La meta de un gobernante no es hacer que los hombres sean buenos; es hacer que se comporten como si lo fueran. El ser humano, por su naturaleza, es voluble, desagradecido y egoísta. Si se le da la oportunidad, traicionará la confianza y quebrantará la ley. La única forma de mantener a un pueblo unido es a través del miedo, no del amor. El miedo es una emoción que se puede manipular y controlar. Es una fuerza más poderosa que cualquier ideal de fraternidad o justicia. La paz, en este contexto, es un efecto secundario del miedo. Es el resultado de que el ciudadano teme más al castigo del príncipe que a la violencia de su vecino.
Por lo tanto, la respuesta a la pregunta es sencilla y amarga: no, un país no puede acabar con la violencia. Pero un país puede, y debe, usarla para construir la ilusión de un orden, un orden que le permita al príncipe mantener su poder y al Estado sobrevivir. El gobernante que busca la paz como un fin en sí mismo está destinado al fracaso. El gobernante que la utiliza como una herramienta para el poder, como lo hace en El Salvador, es el que triunfa. En el ajedrez del Estado, la paz no es el jaque mate, sino solo una pieza más.
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