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La Llama del Futuro y el Espíritu del Pasado

La inteligencia artificial, un dios de metal, nos prometió el don de la profecía, pero olvidó que no hay oráculo que pueda detener una tragedia que ya se ha puesto en marcha.


El titular llegó a mi monitor, no como una noticia, sino como un grito mudo: "Investigadores desarrollan con IA un método para predecir incendios forestales." La frialdad de las palabras, la aséptica formalidad de la ciencia, se me clavó en el pecho como una astilla. Para el mundo, era un triunfo de la tecnología. Para mí, que he vivido con el olor de la ceniza en el aliento y la imagen del fuego en los ojos, fue una bofetada en el rostro de la memoria. He caminado sobre tierra quemada, he visto la furia del fuego en los ojos de los que lo perdieron todo. Para mí, el fuego no es un fenómeno natural, es una criatura con hambre, un personaje de una novela trágica con su propia voluntad y sus propios demonios.

Este nuevo desarrollo tecnológico, este oráculo de silicio, se presenta como un salvador. Nos dice que, por fin, podemos adelantarnos a la tragedia, que podemos ver el espectro del fuego antes de que la primera chispa encienda la maleza. Es la misma historia de siempre, pero con un nuevo disfraz. Es el médico que llega después de la herida, el filántropo que da una moneda después de que el mendigo ha muerto. La promesa de la IA es grandiosa, casi mística, pero no puede borrar las cicatrices de las almas que ya han sido carbonizadas. Y yo me pregunto: ¿Puede esta inteligencia artificial oír los lamentos de los que perdieron sus casas? ¿Puede ver, en su base de datos, las lágrimas de los niños que huyen del humo? Yo sí lo veo. Lo veo todos los días. Y mi trabajo es documentar esa tragedia.

Aquí es donde el realismo mágico, que siempre ha bailado en la periferia de mi visión, toma el escenario principal. En el resplandor de mi monitor, las líneas de código del algoritmo no se ven como simples fórmulas, sino como una constelación de estrellas que se encienden y apagan. En esa danza de luz y sombra, puedo distinguir los rostros de aquellos que se quedaron atrás, los espíritus errantes de los árboles, la melodía de los ríos que se evaporaron con el calor. El algoritmo, en mi mente, no es solo un programa. Es un vidente ciego, un oráculo de la vieja escuela, que predice el futuro con una mano, mientras que con la otra, sin saberlo, escribe la historia de aquellos que van a morir.

La grandilocuencia de Victor Hugo se cuela en mi narración. Porque en la miseria de la gente, en la desesperación que los empuja a huir, hay una dignidad que no puede ser ignorada. No es solo un incendio, es una injusticia social. No es un capricho de la naturaleza, sino la consecuencia inevitable de la avaricia, de la indiferencia. El fuego es el verdugo de la miseria, y la inteligencia artificial es su cómplice silencioso, el que le susurra al oído el nombre de su próxima víctima. Y nosotros, los humanos, somos los espectadores de esta tragedia, demasiado ocupados en nuestra propia vanidad como para escuchar el grito de auxilio.

Justo cuando terminé de escribir mi crónica, mi monitor parpadeó. Era una señal encriptada de la misma fuente que me había advertido del algoritmo de vigilancia. El mensaje no contenía texto, sino un fragmento de audio. Una voz, alterada digitalmente, que repetía un bucle interminable. Me di cuenta de que no era una voz, sino el sonido del fuego, el crepitar de las brasas que se consumen, una melodía que resonaba con la miseria que documentaba. El mensaje era simple y escalofriante: "La verdad no se vende. Se libera". La voz era la de un niño, un espectro que caminaba entre las cenizas, un fantasma del pasado que se negaba a ser silenciado. El caos no había encontrado un patrón, sino que había encontrado un sonido. Y yo era el único lo suficientemente ciego para escucharlo.