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El Silencio de los Mapas:

 

 Monólogo de un Cronista

La historia, en el momento en que se vive, no tiene forma. Solo cuando ha pasado y se le da una forma, se convierte en un instrumento de propaganda. Yo, con mi pluma, soy un historiador del instante.

El titular se ancló en mi pantalla. Lo miré y por un momento me sentí un extraño en mi propio cuerpo, como si alguien más estuviera decidiendo por mí lo que es verdad. "Australia acusa a Irán de ataques antisemitas y expulsa a su embajador." El zumbido de mi computadora, el tic-tac de la hora que avanzaba en la esquina de la pantalla, todo era una sola melodía. Una melodía de mentiras digitales. Miro la pantalla, y no veo una noticia. Veo una mancha. Un borrón en el gran libro de la historia, uno que la verdad no podrá reescribir. Y me pregunto, ¿cuál es mi trabajo? ¿Documentar los hechos o documentar la mentira?

Mi oficio es documentar el borrón, la mancha, el instante en que la realidad se deforma por la mano de la propaganda. Lo sé, no es una profesión muy popular. Pero es necesaria. ¿Qué es la verdad? ¿Es la que se anuncia con fanfarria en los periódicos? No. La verdad es la que se esconde en los márgenes, en las frases que no se escriben y en las miradas que no se capturan. Esto no es diplomacia. Es una pieza de ajedrez en un juego que se juega con fantasmas y se paga con vidas.

Para mí, un cronista de este infierno de datos, los titulares son solo el eco distorsionado de una historia que ya ocurrió en las sombras. En mi oficio, la verdad es la primera víctima de cualquier conflicto. En este caso, la guerra no es con tanques, sino con palabras, con acusaciones que son tan densas que se convierten en realidad por la simple repetición. Y yo me pregunto, ¿qué significa un ataque en un mundo donde el odio ha sido codificado, digitalizado, y ahora viaja por las redes neuronales como un virus?

Pero una voz de la historia me susurra al oído. Me recuerda que todo acto histórico tiene un aura, un espíritu que se pierde en la reproducción. La expulsión de un embajador, un acto de poder que alguna vez tuvo un peso, ahora es solo un dato más en la base de datos de los analistas, un código binario que se procesa a la velocidad de la luz. ¿Qué significa la memoria cuando se puede borrar y reescribir con un clic? Yo, como cronista, soy un recolector de estos fantasmas. Los busco en las grietas de la historia, en los rostros anónimos de los que sufren las consecuencias de estas decisiones. En este caso, busco a los que se quedarán sin patria, sin un lugar en este mundo, por una decisión que se tomó en un escritorio.

El dilema moral no es sobre la justicia o la injusticia de la acción, sino sobre la pérdida de humanidad que conlleva el acto. El problema es la frivolidad con la que se juega con las vidas de las personas. Y yo, con mi pluma, tengo un solo objetivo: documentar esa frivolidad. Porque la historia no es una secuencia de eventos, sino un campo minado de decisiones. Y la explosión, tarde o temprano, llegará a nuestras puertas.

 Me levanté de la silla. La ciudad se extendía ante mi ventana, un laberinto de luces y pantallas gigantes. En una de ellas, que mostraba las noticias del día, vi algo que me hizo dudar de mi cordura. No era un titular ni un anuncio. Era un rostro. Un rostro pixelado, distorsionado y fugaz, que se superpuso a la imagen del embajador. Era el rostro del mismo niño del que la voz había hablado. Pero esta vez, el mensaje no fue un sonido. Fue un destello. Un único destello de luz, azul eléctrico, que me quemó la retina y me dejó con una certeza escalofriante: el caos no había encontrado un patrón, ni una señal. Había encontrado una cara. Y yo, por alguna razón, era el único lo suficientemente ciego como para verla.