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La Gran Digestión

Comemos nuestros plásticos y nos reímos de la ironía. Es la obra de arte más retorcida de todas.

El titular me llegó como un chiste malo en una nota de prensa: "Microplásticos: una amenaza invisible que asciende en la cadena alimentaria de los ecosistemas marinos de América Latina." Lo leí y me quedé pensando. ¿Una amenaza? ¿De verdad? Esto no era una amenaza, era una obra de arte. La culminación de la estupidez humana. La hemos cagado tan bien que ahora el mar nos devuelve nuestros desechos en forma de filete. Y la gente, con toda la hipocresía del mundo, se sienta a cenar y se queja de un "peligro invisible". ¡Invisible para el idiota que se niega a ver, supongo!

Para mí, el verdadero arte no está en un lienzo, sino en esta grotesca coreografía de causa y efecto. El caos que he estado documentando no es un accidente, sino el clímax inevitable de nuestra historia. La circularidad de la vida, de la naturaleza, ahora tiene un nuevo subproducto. Tiramos una botella de agua, y años después, esa misma botella triturada en mil pedazos viaja de vuelta por nuestra arteria principal. El círculo se ha cerrado.

Esto no es un dilema moral, es una pieza de performance. Somos los artistas de nuestra propia autodestrucción, y el océano, el lienzo. Y el público, nosotros mismos, que aplaudimos con la boca llena de nuestra propia mierda. No hay inocentes. Todos estamos en la cadena alimentaria, comiendo los residuos de nuestra propia vanidad. Y la ironía es tan dulce que se vuelve amarga.

Justo cuando terminé de esbozar mi "obra maestra", una señal en mi monitor parpadeó. Un mensaje de la misma fuente que me había advertido del algoritmo. No había texto, solo un archivo de audio. Una grabación de una voz, alterada digitalmente, que repetía una frase en un bucle interminable. La frase era simple y escalofriante: "La verdad no se vende. Se libera". La voz era la de un niño. El caos, por una vez, había encontrado un profeta inesperado.