Un concierto para los muertos
Por El Filósofo Patas
"El universo es un eco de lo que callamos."
El titular se despliega frente a mí con una grandilocuencia casi obscena: "Concierto 'Gunz Down, Mics Up' aboga por el fin de la violencia callejera, promoviendo la paz, el amor y la música". Es una frase que suena tan bien que ya sospecho que no significa nada. Mi pata se desliza sobre el teclado, como un gato que acaricia un piano desafinado, y me pregunto si la música, en su infinita y a veces inútil belleza, puede realmente silenciar el estruendo de un disparo.
Caminar por la historia de la música es caminar por un cementerio. Cada acorde, cada ritmo, cada verso, es un intento desesperado por llenar el vacío, por darle un sentido a una realidad que se niega a ser lógica. ¿Qué es un concierto como este, sino un ritual moderno? Un intento de exorcizar los demonios de la violencia con la única arma que nos queda: el sonido. Pero, ¿no es la violencia también un tipo de música? Una sinfonía de gritos, sirenas y el percusivo clack-clack de las armas. Un crescendo de desesperación.
Observo la noticia y me pregunto si los organizadores y los artistas son conscientes de la profunda ironía de su acto. Están en un escenario, bajo la luz de los reflectores, cantando sobre la paz en una ciudad que duerme con el miedo a un balazo. Es como si la música fuera un bálsamo para la conciencia de quienes no viven la violencia, una forma de decir “lo estamos intentando”, mientras los muertos siguen apilándose en las calles de la periferia. Es un evento para la foto, para el tuit, para el titular, pero no para la herida. Porque la herida no sana con una canción, sino con justicia y pan.
El problema no es la música. El problema es lo que esperamos de ella. Hemos convertido el arte en una herramienta, en una especie de aspirina para los males del mundo. Nos hemos vuelto una sociedad de paliativos. ¿Hay pobreza? Hagamos una campaña de donaciones. ¿Hay violencia? Organicemos un concierto benéfico. Y al final del día, todos nos sentimos mejor, pero el vacío sigue ahí. Los fusiles no se bajan porque un cantante ponga su micrófono en alto. Se bajan cuando las causas de la violencia –la pobreza, la desigualdad, la desesperanza– desaparecen. Y eso, mis queridos amigos, no se arregla con una canción.
Quizás el verdadero objetivo del concierto no es acabar con la violencia, sino recordarnos que, a pesar de todo, hay algo que vale la pena salvar. Quizás el eco de la música en la noche no es una curación, sino un lamento. El lamento por la pérdida de una inocencia que nunca tuvimos. El lamento por los sueños rotos, por las vidas truncadas. Y en ese sentido, el concierto sí cumple su función. Nos obliga a mirar la herida, no para sanarla, sino para reconocerla. Para entender que la única forma de encontrar un camino es primero admitir que estamos perdidos.
Y así, mientras la música sigue su curso, mientras las personas levantan sus manos al cielo y cantan al unísono, sé que el verdadero acto de rebeldía no es el concierto. El verdadero acto de rebeldía es el silencio que viene después. El silencio en el que la música ya ha terminado, pero el eco de la violencia aún resuena. El silencio en el que nos enfrentamos a la pregunta: ¿Y ahora qué? ¿Qué haremos cuando se apaguen las luces, cuando el micrófono sea guardado y las armas sigan en las calles? La respuesta, como siempre, no está en la canción. Está en el vacío que la canción dejó atrás. Y en ese vacío, solo nos queda la esperanza. La esperanza de que algún día, el eco de nuestras acciones sea más fuerte que el eco de nuestra música.
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