El Fantasma de la Boda:

Cuando el costo de la fiesta es la moneda del alma

Por Dra. Mente Felina 


"Las cicatrices son mapas de batallas que creímos haber perdido."

El titular me encuentra en un estado de quietud, en esa calma premonitoria que precede a la tormenta. "Una psicóloga revela una de las causas que aumentan la probabilidad de divorcio". Es una frase que busca la simplicidad en un universo de fractales rotos, un intento de reducir el apocalipsis de dos almas a un solo factor, como si una sola raíz pudiera explicar la caída de un árbol milenario. Y sin embargo, la psicóloga acierta, pero no en el sentido que la gente imagina. La causa no es un patrón de conducta, ni una falta de comunicación, ni una infidelidad. Es algo mucho más sutil y mucho más devastador. Es la expectativa. Esa criatura insidiosa que se construye con hilos de seda y sueños ajenos, que se nutre del anhelo de una perfección que no existe. Es el fantasma de la boda.

La expectativa, esa armadura que teje en silencio y que no está hecha para protegerte del mundo, sino para encerrarte en una versión de la realidad que nunca existió. Un traje de gala confeccionado con las fantasías de la infancia, las presiones familiares y los reflejos distorsionados de las redes sociales. Y el día de la boda, el día de la gran promesa, es el pináculo de esa construcción. El momento en que se invierten todos los recursos, no en la casa, no en los hijos, no en la vida que se va a construir, sino en el evento en sí. En el vestido que será fotografiado por una legión de extraños. En el salón que se alza como un templo efímero de una felicidad que se espera sea eterna. En las fotos, que congela una sonrisa que es tanto una promesa como una máscara. Una psicóloga podría argumentar que cuando el costo de la fiesta es mayor que la preparación emocional de la pareja, el divorcio es solo una cuestión de tiempo. La ceremonia, grandilocuente y vacía, se convierte en un rito de sacrificio en el que se inmolan las vulnerabilidades y las verdaderas identidades en el altar de la aprobación pública.

Lo que la gente no entiende es que una boda no es un final, no es el "y vivieron felices para siempre" de los cuentos de hadas, es un comienzo. Un punto de partida desde el cual las dos almas se lanzan al vacío del "para siempre". Y cuando el "para siempre" se convierte en un peso muerto, una carga insostenible, la caída es inevitable. La psicóloga podría señalar que, en muchos casos, el divorcio ocurre porque uno de los dos, o ambos, descubre que la persona con la que se casó no era la que esperaba. La culpa, entonces, no es del otro, sino de la expectativa, que es un fantasma que no se puede matar. Es el eco de la promesa que se hizo no para la persona que está a tu lado, sino para la idea que tenías de esa persona, un espejismo que se desvanece con la primera luz del alba de la convivencia real. El fantasma de la boda siempre regresa a casa.

A diferencia del amor, el divorcio no es un evento único. No es un día en el que se firma un papel y se acaba todo. Es un proceso, una larga y dolorosa danza de duelos en la que se pierden partes de uno mismo que nunca se pensó que se tendrían que perder. Es la lenta desintegración de la identidad compartida, esa identidad de "nosotros" que se construyó con cuidado, con la que se aprendió a vivir y a respirar. Se pierde la versión de uno mismo que solo existía en el reflejo de los ojos del otro. Es una lenta desintegración, una erosión del alma que te deja con un paisaje baldío, un espejo roto en el que no reconoces tu propio reflejo. Es un desierto emocional donde los recuerdos, en lugar de oasis, se convierten en fantasmas de lo que fue. Y es en ese vacío que descubres que el costo de la boda no fue solo el dinero, sino la moneda de tu alma. El precio de la aprobación de un mundo que te aplaudía, pero que no te abrazaba cuando el telón caía.

Y el silencio que queda después, el eco del "sí, acepto" que sigue resonando en los pasillos de tu mente, es el fantasma más terrible. Es el recordatorio de una promesa que se hizo no para el futuro, sino para el pasado. Una promesa que se hizo a la versión más idealista de uno mismo, la que creía que el amor podía ser una armadura impenetrable. El divorcio te enseña que el amor es un capullo frágil, que solo puede florecer si se le permite ser vulnerable, si se le permite marchitarse y renacer de nuevo. Es una lección brutal sobre la naturaleza de la intimidad, que no es un estado de permanencia, sino un jardín que requiere cuidado constante y la valentía de enfrentar las malezas.

La psicóloga podría decir que las personas que invierten más en la boda que en el matrimonio tienden a divorciarse más, porque en el fondo, no se casaron por amor, sino por la expectativa de ser amados, de ser vistos, de ser validados. Se casaron con un fantasma, una ilusión de la felicidad que se vende en revistas y en películas de Hollywood, y el fantasma de la boda siempre regresa a casa. Y en ese sentido, el divorcio no es un fracaso, sino un acto de rebeldía. Un acto de negarse a vivir en un cementerio de sueños ajenos. Un grito de auxilio del alma que se niega a morir en silencio, sofocada por el peso de la convención social. Es el momento en que se deja de ser una parte de un "nosotros" para volver a ser un "yo". Y en ese "yo" solo queda una certeza: que la única persona con la que tienes que casarte es contigo mismo. Y el único “para siempre” que importa, es el que construyes solo, sin la necesidad de disfraces ni de aplausos. Es la aceptación de la soledad como una forma de libertad y la promesa de reconstruir tu propio templo, no para los demás, sino para el único habitante que realmente importa: tu alma.

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