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El Laberinto de la Paranoia

Cuando el poder se vuelve una cárcel, la mente es el primer prisionero. 

El cielo de esa mañana grisácea, una sábana de plomo que pesaba sobre la ciudad, no era más que un reflejo del alma de la nación. Lo supe al instante. Mi abuela, con esa sabiduría oscura que solo la vejez y la resignación pueden otorgar, decía que la verdad no se encuentra en las palabras, sino en las grietas que deja el silencio. Y el silencio que rodeaba a la Casa Rosada era ensordecedor. Me senté en mi escritorio, con el café todavía humeando, y abrí el periódico digital. El titular, "Las duras semanas de Javier Milei", era un eufemismo. Lo que estaba sucediendo era el colapso de un dios de barro.

El escándalo de corrupción era el primer acto de una tragedia griega. Me propuse entender la psicología de esos personajes que se habían enredado en la red del engaño. Milei, un hombre que se creía por encima del bien y del mal, había construido su trono sobre la arrogancia y la fe ciega en su propio destino. Pero su mayor debilidad era su confianza. Había puesto su reino en las manos de sus más leales, sin notar que la lealtad, en el mundo de la política, es una moneda de cambio que se devalúa con el primer susurro de ambición. Su círculo más cercano, aquellos que le habían prometido fidelidad hasta el final, eran las verdaderas serpientes. Su ambición, un veneno lento y silencioso, se había manifestado en la forma de cuentas bancarias en el extranjero y contratos inflados.

El apedreamiento, que la prensa presentó como un simple acto de violencia, no era más que el símbolo de una nación que había perdido la fe en su líder. No fue una turba ciega; fue la manifestación de un pueblo que se sentía engañado, que veía en cada una de esas piedras la frustración de sus sueños rotos. La paranoia de Milei, un rasgo que se había manifestado en sus discursos, ahora se había convertido en su sombra. Caminaba por los pasillos de su palacio, mirando por encima del hombro, como si esperara ver una puñalada en la oscuridad. Su mente, una vez un faro de ideas radicales, ahora era un laberinto de miedos y sospechas. Se había convertido en un prisionero de su propia fama.

Pero lo que más me atormentaba no era la caída de un hombre, sino la silenciosa conspiración que la había provocado. Los hilos del engaño se movían en las sombras, tejiendo una red invisible que se apretaba alrededor del cuello de Milei. ¿Quiénes eran los titiriteros? La prensa, con su hambre de escándalo, no lo sabía. Los políticos de la oposición, con su hipócrita indignación, no lo entendían. Pero yo, con mi mirada de observador apocalíptico, podía ver las siluetas. Eran los mismos que, en el pasado, habían aplaudido sus discursos y se habían postrado ante su figura. Eran los que lo habían visto como una oportunidad para enriquecerse, para acumular poder, y que ahora, como una enfermedad terminal, lo estaban consumiendo desde dentro.

El fin no estaba cerca; había llegado. Y cuando Milei, con los ojos vidriosos y el rostro ensangrentado, regresó a su casa, no me sorprendió verlo solo. El silencio era su único compañero, un silencio que gritaba una verdad que él no estaba preparado para escuchar: la traición más profunda no viene de los extraños, sino de los que te prometieron lealtad. Y esa noche, bajo el cielo gris, la figura de Milei no era la de un líder caído, sino la de un fantasma que perseguía el eco de su propio fracaso.