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El Canto Silenciado de las Aulas

“La paz llegó, y con ella, el eco metálico de unas botas que pisoteaban las tizas.”



...El canto de los pájaros se había ahogado en el eco metálico de unas botas que pisoteaban las tizas del patio de la escuela. Aquella mañana de lunes, los muros que habían sido refugio para los sueños de los niños se transformaron en la frontera de un país ajeno, un campo de batalla en miniatura donde la única guerra era contra el silencio. Los soldados, con sus uniformes de camuflaje, eran un contraste grotesco con los murales de colores brillantes que adornaban las paredes, llenos de árboles que sonreían y soles que guiñaban el ojo. La inocencia tenía un nuevo y silencioso inquilino.

El juego del recreo se transformó en una ronda de espionaje. Los niños se miraban de reojo, susurrando. Las risas se habían esfumado, reemplazadas por la tos nerviosa y el crujido de las hojas de papel. Un soldado, un hombre de rostro duro y ojos que parecían haber visto demasiado, se detuvo frente a un grupo de niñas que solían saltar la cuerda. Su presencia era un muro invisible que separaba la infancia de la realidad. Las niñas, asustadas, se detuvieron y la cuerda cayó al suelo con un suave 'clac'. Un gesto que lo dijo todo. La paz había llegado, pero a un precio demasiado alto.

En el aula, la lección de historia se sintió como una farsa. El profesor hablaba de la Guerra Civil, de la búsqueda de la libertad. Pero la libertad, esa palabra que antes resonaba en el salón, ahora se sentía como un fantasma. La puerta del aula estaba abierta, y la sombra de un soldado se movía en el pasillo, un recordatorio constante de que la lección más importante no estaba en el libro, sino en el miedo que se respiraba. Era la lección de la obediencia, de la quietud, del conformismo. El borrador del pizarrón se sentía más pesado que un arma, y cada tiza rota, un corazón que se hacía pedazos.

El miedo no se manifestaba en gritos o lágrimas, sino en un silencio profundo y denso. Era el silencio de los niños que aprendían a contener la respiración, a caminar sin hacer ruido, a existir sin molestar. La risa se había convertido en un arma prohibida, la espontaneidad, en un delito. La escuela, que había sido el lugar donde los niños aprendían a ser ellos mismos, se había convertido en el lugar donde aprendían a ser invisibles. La seguridad se vendía a cambio de la identidad, y el futuro se escribía en un idioma que nadie quería aprender.

Pero, incluso en el silencio más profundo, el eco de un corazón que aún latía se podía escuchar. En un rincón del patio, un niño, con la mochila puesta, dibujó una mariposa en la tierra con la punta de su zapato. Un gesto minúsculo, una pequeña rebeldía en un mundo de uniformes y reglas. Una mariposa que, a pesar de todo, se atrevía a volar. El soldado no se dio cuenta, pero el niño, en su acto de creación, había demostrado que, aunque el canto se hubiera silenciado, la melodía de la libertad seguía viva, susurrando en la tierra, esperando el día en que pudiera volar.

Y al final de la jornada, mientras la campana sonaba anunciando el fin de las clases, supe que el sonido no era una promesa de libertad, sino una advertencia de que la próxima lección no se daría en un libro, sino en el eco de un pasillo vacío. El verdadero examen apenas había comenzado, y la respuesta, me temo, no la encontrará en ninguna de sus guías.