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  La Primera Mentira de Olimpia: El Origen de la Fatalidad



El espacio donde nacieron, la Geografía Onírica de Olimpia, no era un simple valle dedicado a Zeus. Era un patio de la memoria al que las ciudades-estado acudían para fingir que la guerra no era el destino ineludible. La verdad histórica—el año, la carrera del stadion—es apenas la tapa de un cofre sellado por el Subconsciente Colectivo. Los Juegos, en su origen, fueron el deseo reprimido de que la fuerza bruta del hombre pudiera anular su propia maldad.

El atleta no corría por la gloria mundana; corría, inconscientemente, para exorcizar el demonio de la espada que lo esperaba de regreso en su polis. La competencia era el lenguaje idealizado (Walt Disney) que la psique utilizaba para vestir el horror. Era una ficción mágica necesaria. El corredor no buscaba el podio; buscaba ganarle un par de meses a la muerte con la esperanza de que la magia del ritual se hiciera, por una vez, permanente.

El Colapso de Lógica se ejecuta al contemplar el premio. ¿Qué clase de imperio levanta una tregua sagrada de meses solo para coronar al vencedor con una corona de olivo mustia? La lógica de la competencia se quiebra ante esa fragilidad. El olivo no era un premio; era la prueba febril de que todo aquello era una ilusión necesaria.

La verdadera Fatalidad del Silencio residía en que, tan pronto como el último grito del auriga se apagaba, la tregua —la Ekecheiria— se disolvía como el azúcar en el agua salada. Los Juegos eran el gran paréntesis mágico que la guerra se otorgaba a sí misma para reafirmar su regreso.

Cuando el Barón de Coubertin, siglos después, desenterró esa idea y la revistió de modernidad, no estaba reviviendo un evento deportivo. Estaba resucitando la Melancolía de la Casa y el Sueño Comprimido de un mundo que había reemplazado las espadas por la pólvora, pero que seguía igual de desesperado por una tregua. Los Juegos modernos son el eco del fantasma del atleta griego, corriendo ahora por calles de asfalto, sabiendo que la única victoria real es la de la memoria mágica sobre la trivialidad del tiempo.

El origen de los Juegos Olímpicos no está en el 776 a.C.; está en la necesidad eterna del hombre de justificar su propia paz con un ritual grandilocuente. Y en ese ciclo eterno, el hombre está condenado a revivir la tregua, sabiendo que la rama de olivo siempre será más frágil que la punta de la lanza.

Si los Juegos nacieron de un deseo reprimido de paz perpetua, ¿el verdadero triunfo del atleta reside en la carrera melancólica que sabe que la tregua es una mentira, o en la fuerza lírica de obligarnos a creer en ella?

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