LA EMPATÍA ROTA: EL ABUSO EN LA INFANCIA COMO HERIDA MIMÉTICA
Hemos romantizado la empatía. Creemos que es un sentimiento espontáneo, como el amor incondicional. Pero la empatía es una habilidad neurológica que se forja en el espejo del cuidado seguro. Cuando ese espejo se rompe en mil pedazos durante la infancia, la capacidad de la madre para sintonizar con el pánico de su propio hijo queda comprometida.
Hablemos claro: el trauma no es una excusa; es la infraestructura de la miseria. La infancia abusada impone una regla sencilla en el subconsciente: toda necesidad es un riesgo. Se aprende que el deseo de consuelo o la manifestación de una emoción profunda atraen la violencia o el abandono. Este mecanismo defensivo, que garantizó la supervivencia, no se desactiva con el simple acto de sostener a un bebé.
La madre, marcada por esta experiencia, no ve a su hijo. Ve la necesidad. Y ve el riesgo.
La empatía es, en su raíz, la capacidad de reflejar. Exige que el adulto reconozca el estado emocional del niño, lo nombre y lo refleje de vuelta en un entorno seguro. El abusado no tuvo espejo. Solo tuvo un cristal roto y, a menudo, opaco. ¿Cómo se espera que refleje el dolor de su hijo si jamás se le enseñó a reconocer el suyo propio? El llanto del niño, su demanda ineludible, no activa en el trauma la respuesta de protección. Activa el pánico existencial del pasado. El niño se convierte, sin saberlo, en un catalizador del dolor materno.
Aquí entra la lógica binaria de la violencia. El niño abusado no solo aprende a ser la víctima; aprende el lenguaje del verdugo. Y lo internaliza. La maternidad, en este contexto, no es redención. Es un escenario de repetición. Es la máquina que fuerza a revivir el guion de la impotencia y el miedo. El hijo se convierte, por mimetismo de la necesidad, en el receptor de la frustración que jamás pudo expresarse. La madre no ejerce el abuso por elección consciente. Lo ejerce porque, en su léxico emocional, no conoce otro modo de relacionarse con el poder, el límite y la liberación del miedo. Es la tragedia del que solo sabe ofrecer la moneda que recibió. Una moneda envenenada.
Si la empatía es solo la capacidad de reconocer tu dolor en el rostro del otro, ¿cómo puede la madre, a quien se le negó el derecho a su propio sufrimiento, romper la cadena de la violencia sin primero tener que enfrentarse al terror absoluto de ver en su hijo el espejo de su propio niño abandonado?

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