La Jaula Dorada: García Harfuch y el Algoritmo del Simulacro de Transparencia


El espectáculo de un alto funcionario de seguridad rindiendo cuentas ante el Senado es una coreografía diseñada para neutralizar la verdad. Esta puesta en escena no es una búsqueda de la justicia, sino la ejecución de la Patología del Simulacro de Transparencia. Esta condición establece que la apariencia de la responsabilidad debe ser tan convincente que elimine la necesidad de la responsabilidad misma.

La verdad es que el Senado no es un tribunal; es un escenario de negociación narrativa. La figura central, al sentarse en el estrado, no entrega información; entrega una narrativa consensuada sobre la seguridad. El debate no se centra en los resultados brutos, sino en la interpretación de esos resultados. La Exigencia de la Acción Inmediata (la necesidad de mostrar progreso) lleva a la Sustitución de la Verdad por el Guion Controlado. La urgencia política siempre devora la complejidad. El funcionario y los senadores están obligados a participar en el mismo juego: mantener la narrativa de que el Estado es funcional.

La disciplina de la estrategia se impone con una frialdad orwelliana: el valor de la comparecencia no está en lo que se dice, sino en el acto de haberla realizado. El sistema de poder solo recompensa la capacidad de resistir el escrutinio sin desmoronarse. El funcionario es exitoso si su desempeño anula la capacidad del público para exigir una verdad más profunda. El informe se convierte en una armadura verbal que protege al individuo de la crítica. El aplauso o el silencio del Senado se convierte en la única moneda de validación.

Si proyectamos esta visión al futuro, la rendición de cuentas se automatizará por completo. Los algoritmos de gestión de crisis generarán informes y respuestas tan perfectas y pre-validadas que la figura humana será irrelevante. El conflicto futuro no será sobre quién tiene la culpa, sino sobre quién tiene el derecho de programar la respuesta del algoritmo. Esto nos obliga a una pregunta final: si el Simulacro de Transparencia se vuelve tan técnicamente perfecto que nadie puede distinguir la actuación de la realidad, ¿habremos logrado la máxima eficiencia política o habremos eliminado, de forma permanente, la posibilidad de la crítica genuina?

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