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La Toga y el Silbido del Viento:

 

 Un Canto a la Futilidad de la Ley de Enemigos

"En el teatro de la justicia, el papel de un villano es tan efímero como la tinta de un decreto presidencial."


El sol, un astro de indiferente majestuosidad, se elevaba sobre el asfalto de la ciudad, ajeno a los dramas humanos que se cocinaban en las entrañas de los edificios de mármol. Mi café, negro como el corazón de un banquero, humeaba en la taza mientras la pantalla de mi ordenador se iluminaba con la noticia del día. Un titular, conciso y devastador, resonaba en el vacío de la mañana: "Un tribunal le prohíbe a Trump usar la ley de 'enemigos' para deportar a venezolanos". Y de pronto, la historia no era una mera noticia, sino un personaje más en el gran teatro de la comedia humana. Yo, un simple observador con un bolígrafo y el alma de un gato vagabundo, sentí que la pluma se movía sola. El viejo amigo  me susurró al oído, su ironía tan afilada como una guillotina: "¡Qué espectáculo tan lamentable! El poder, en su desesperación, se aferra a las leyes olvidadas, como un náufrago a una tabla podrida".

La "Ley de Enemigos" no era más que un fantasma. Un decreto del siglo XVIII, un eco polvoriento de un mundo que ya no existe, donde las fronteras se definían con espadas y no con cables de fibra óptica. Querer revivirla para un propósito moderno era una farsa, una pieza de absurdismo digna de un dramaturgo loco. Era como intentar apagar un incendio forestal con una vela, o detener el avance de un ejército con una flor. El gobierno, en su afán por controlar los flujos humanos, había recurrido a una reliquia, una pieza de museo que, al ser examinada con la luz del presente, revelaba su verdadero rostro: el de una herramienta torpe y cruel.

En mi mente, imaginé a los hombres y mujeres que se vieron atrapados en el engranaje de esta ley. Aquellos que dejaron la tierra que les vio nacer, buscando un puerto seguro para sus familias, solo para encontrarse con una ley de otra época que los declaraba "enemigos". No eran soldados, no eran espías; eran maestros, ingenieros, artistas, padres. Eran personas. El sistema intentaba despojarlos de su humanidad, de su individualidad, de la novela de sus vidas. Pero, ¿cómo se puede despojar de su humanidad a alguien que sonríe al ver a su hijo jugar? ¿Cómo se puede despojar a un hombre de su espíritu cuando ha caminado mil millas en busca de un futuro? El poder no entiende de esas cosas. Solo entiende de etiquetas, de categorías, de números en un reporte.

Y entonces, en medio de la farsa, llegó el juez. No era un héroe de novela de capa y espada, sino un hombre con una toga y una mente clara. Su decisión fue como una bofetada a la arrogancia. Una sentencia que, con la frialdad de la razón, desmanteló la ridícula pretensión del poder. La toga, ese símbolo de la justicia, se alzó para recordarle al mundo que, incluso en la era de la información y la desinformación, hay principios que no se negocian.

El fallo no es una victoria definitiva. La lucha es eterna. Es una marea que sube y baja. Pero hoy, por un breve momento, la marea ha retrocedido. Hoy, por un breve momento, la sensatez ha triunfado. Hoy, por un breve momento, el fantasma de la "ley de enemigos" ha sido exorcizado. Pero no nos engañemos. El poder, como un dragón herido, se retirará para lamerse las heridas y buscar un nuevo pretexto, una nueva ley, un nuevo villano. Y nosotros, los cronistas, los observadores, estaremos aquí para contarlo, para darle voz a los sin voz, y para asegurarnos de que el espectáculo continúe.

¿Será que la próxima batalla no será en los tribunales, sino en las redes que nos conectan? ¿Qué pasará cuando el poder no solo controle las leyes, sino también el flujo de información que nos define? No te pierdas el siguiente capítulo, donde exploraremos los cables cortados de la modernidad.