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La herida que no cicatriza

Algunas verdades son tan dolorosas, que preferimos cubrirlas con un titular.

El titular se clavó en la pantalla como un puñal. "México está bajo el yugo de los cárteles", había dicho. No era la primera vez. Y no sería la última. Pero cada vez que se pronunciaba esa frase, sentía la misma náusea, el mismo puñetazo en el estómago. Porque esa frase no es una declaración política; es un diagnóstico cruel de una herida abierta, de una podredumbre que se ha arraigado en la tierra y que se ha normalizado hasta el punto de la indiferencia.

Hoy me tocó recorrer las calles, no para buscar una historia, sino para sentirla. Y el yugo no estaba en las camionetas blindadas ni en los enfrentamientos armados que se ven en los noticieros. El yugo está en los pequeños detalles, en los que nadie se fija, en los que se han vuelto parte del paisaje. Lo vi en la cara de la señora que, con un nudo en la garganta, me dijo que su nieto había desaparecido hace tres meses, pero que no había denunciado por miedo. Lo sentí en el silencio del tendero que se negaba a hablar de la extorsión que padecía, con una mirada de resignación que valía más que mil palabras. Lo escuché en el llanto ahogado de la madre que, al pasar por un altar improvisado con flores y veladoras, aceleró el paso con la mirada baja.

Ese es el verdadero yugo. No el que se anuncia en los medios internacionales, sino el que se vive en lo más hondo de la piel. Es la parálisis del miedo. Es la vida que sigue, pero con la respiración contenida. Es la sonrisa que se congela en la boca cuando un desconocido hace una pregunta de más. Es la convicción íntima de que la justicia no es para todos, y que la ley es un lujo que solo pueden permitirse los poderosos.

Y lo que más duele es la hipocresía que rodea a esta verdad. Aquellos que señalan con el dedo desde el norte, son los mismos que con una mano alimentan la demanda de lo que produce la violencia, y con la otra venden las armas que perpetúan la masacre. No es una crítica. Es una disección forense. Un análisis frío de la complicidad y la conveniencia. El sistema es un monstruo de dos cabezas: una produce la demanda, la otra la violencia. Y el cuerpo de México, el de la gente de a pie, es el que se desangra por cada mordida que da el monstruo.

El titular que leí hoy me recordó a un viejo dicho de mi abuelo: "La oscuridad no se puede combatir con más oscuridad. Y el miedo solo se vence cuando el pueblo se pone de pie". Y por las noches, cuando el miedo es más fuerte, cuando la ciudad se vuelve un laberinto de susurros y sombras, la luz de la esperanza no se ha apagado. La vi en los ojos de los jóvenes que crean música, arte y poesía, usando sus voces para construir un muro de dignidad contra el miedo. La sentí en la comunidad que se organiza para protegerse, en un acto de valentía que no se televisa. La escuché en las historias que se comparten en voz baja, en las que la solidaridad y el amor son las únicas armas.

El yugo existe. Es real. Es cruel. Pero debajo de su peso, la vida florece, la resistencia se organiza y el corazón de un pueblo, que nunca se rinde, late con fuerza. Y en el próximo artículo, me sumergiré en la historia de uno de estos pequeños actos de resistencia, que demuestran que, en las entrañas de la oscuridad, la esperanza siempre encuentra una forma de brillar.