El rumor del silencio

Nadie puede ver la batalla que se libra dentro de un alma.

El día era tan ordinario que dolía. El sol de la tarde se colaba por la ventana del consultorio, pintando una franja dorada sobre el escritorio. La taza de té humeaba con una calma obscena. Afuera, la vida seguía su curso, un torrente de ruidos y movimientos que yo, desde mi burbuja de cristal, me esforzaba por descifrar. El titular, frío y mecánico, parpadeaba en la pantalla: “Más de mil millones de personas viven con trastornos de salud mental, urge ampliar los servicios”. Mil millones. Un número abstracto, un eco vacío en el vasto desierto de la indiferencia.

Sentía el peso de ese número en mis hombros, una carga invisible que se adhería a cada fibra de mi ser. Mil millones. No eran cifras, no eran estadísticas. Eran rostros que conocía, murmullos que había escuchado. El rostro de la mujer que no podía salir de su cama, la voz del hombre que construía puentes pero sentía que el vacío se lo tragaba. Y en la intimidad de mi mente, se alzaba el clamor de una multitud silenciosa. La voz de los que se esconden detrás de una sonrisa falsa en el trabajo, de los que se ríen de los chistes para encajar, de los que evitan las llamadas de sus amigos para no tener que explicar el agotamiento que no tiene un origen físico.

Me levanté y caminé hacia la ventana. La gente pasaba, cada uno con su destino. Un hombre con su perro, una pareja riendo, un mensajero en bicicleta. ¿Cuántos de ellos llevaban consigo el rumor del silencio? ¿Cuántos de ellos luchaban contra un enemigo invisible? Sentía la urgencia en mis venas, una necesidad que me quemaba el pecho. Ampliar los servicios, decía el titular. Era tan simple y tan trágicamente complejo. No se trata solo de construir clínicas o de contratar a más terapeutas. Se trata de construir puentes hacia la empatía. De derribar los muros del estigma, de reconocer que la salud mental no es un lujo, sino una necesidad básica, tan vital como el aire que respiramos.

La sociedad se ha vuelto experta en ignorar las heridas que no sangran. Celebramos al atleta con la pierna rota, al bombero con quemaduras, pero miramos hacia otro lado cuando el alma se desgarra. La mente, ese universo de sueños y pesadillas, de miedos y esperanzas, se ha convertido en un tabú. Nos han enseñado a ocultar nuestras cicatrices, a vestir de gala nuestra desesperación y a pretender que el brillo de los ojos es un signo de bienestar, y no un reflejo de lágrimas contenidas.

El aire en el consultorio se sentía pesado. La luz dorada se desvanecía, y la oscuridad de la noche empezaba a tomar la ciudad. El teléfono sonó. Era mi siguiente paciente. Sentí un escalofrío. La batalla continuaba. El titular, con sus mil millones de almas, no era un simple reporte. Era un grito, una súplica silenciosa que se repetía en cada rincón del mundo. Y yo, una simple testigo de esa guerra invisible, solo podía escuchar, una voz a la vez, con la esperanza de que, al escuchar, la herida empiece a cicatrizar, no solo en la persona, sino en la conciencia colectiva.

Mi siguiente paciente estaba por llegar, y con él, un nuevo capítulo en este libro de almas rotas. Pero su historia no era un caso aislado; era un eco de la mía, de la tuya, de la de todos. Y si querían entender por qué un número tan grande se siente tan íntimo, tendrían que acompañarme en la siguiente sesión, donde la verdad, por fin, se revelaría en la penumbra.

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