El DÃa en que la Tierra se Cansó.
La tierra, que una vez fue el único hogar, se abrió para devorarlos. Y el cielo, el único testigo, no dijo nada.
El suelo se movió. No como el vaivén suave de una cuna, sino como el espasmo de un gigante moribundo. Primero fue un susurro, luego un crujido, y finalmente un rugido que no venÃa del aire, sino de las profundidades de la tierra. Las casas de adobe, las mismas que habÃan resistido la metralla y el peso de la guerra, se desmoronaron como castillos de arena. El polvo, que era ya un habitante permanente del aire de Afganistán, se multiplicó en una nube densa que ahogaba la luz del sol, el aliento y la esperanza. Un pueblo, que ya habÃa perdido todo, se encontró de rodillas frente a un enemigo invisible, un enemigo que no tenÃa bandera ni ideologÃa, solo el poder brutal de la naturaleza.
Vi a una madre sosteniendo la mano de un niño. No corrÃan, no gritaban. Solo se quedaron quietos, con los ojos llenos de polvo y de una resignación que solo se aprende en la guerra. Vi a un hombre, con la barba blanca y las manos temblorosas, desenterrando los escombros de lo que una vez fue su hogar. No buscaba tesoros, no buscaba recuerdos. Buscaba a sus hijos. No lloraba. El dolor era tan inmenso que habÃa superado la necesidad de lágrimas. Y en el silencio que siguió al rugido, el único sonido era el de la gente ayudándose mutuamente. No habÃa rescate, no habÃa noticias, no habÃa ayuda. Solo una solidaridad tan antigua como la tierra misma.
Y en ese silencio, me pregunté qué significaba esto. ¿Qué nos dice de nuestra insignificancia el hecho de que la tierra, a la que tanto hemos amado y en la que hemos derramado tanta sangre, pueda, en un instante, decidir que ya no nos quiere? La guerra, al menos, tiene un propósito. Tiene un villano, una moral, un final. Pero un terremoto no tiene nada de eso. No tiene rencor, ni compasión, ni perdón. Es solo la manifestación de un poder que no podemos entender, ni mucho menos, controlar.
Y en medio de la tragedia, vi una flor, una pequeña margarita, que habÃa sobrevivido a la destrucción. Y me di cuenta de que el mundo, a pesar de todo su dolor, todavÃa tenÃa una pizca de belleza. Y esa belleza, como la dignidad de un pueblo, no se puede enterrar.
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