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El Silencio del Mundo.

 

 Y la Conserje que lo Llenó.

A veces, para entender la brutalidad del mundo, necesitamos la inocencia de una pequeña criatura de fantasía.

Me senté en el sofá, con la manta sobre las piernas, y miré la pantalla. Los titulares de la mañana aún resonaban en mi cabeza: guerras sucias, apagones, fraudes, el eterno desfile de la inhumanidad. Pero entonces, apareció 'La conserje Pokémon'. Una serie que, de alguna manera, nadie había pedido, pero que ahora, de repente, todos estábamos viendo. ¿Qué buscábamos en esa pequeña isla de seres adorables y problemas resueltos con una sonrisa? ¿Qué decía de nuestra alma exhausta el hecho de que encontráramos consuelo en un Psyduck preocupado o en un Snorlax dormilón?

La pantalla se encendió, y la música suave me envolvió. Era como un bálsamo para la mente, una melodía que prometía un respiro del ruido ensordecedor de la realidad. La protagonista, una joven conserje en un resort para Pokémon, se movía con una delicadeza que ya no existía en mi mundo. Sus problemas eran simples: un Pokémon que no quería comer, otro que se sentía solo. Eran los problemas de la inocencia, los que se resuelven con empatía y una buena conversación. Y yo, que había pasado horas desentrañando las capas de mentiras y conspiraciones de la política, me encontré suspirando, anhelando esa simplicidad.

Pensé en mi propia infancia, en las tardes de verano con la televisión encendida, con los dibujos animados como única ventana a un mundo donde la justicia siempre prevalecía. ¿Acaso estábamos volviendo a eso? ¿Era la fantasía una forma de regresión, un refugio para mentes abrumadas? O, ¿era algo más profundo? Quizás, en la complejidad de nuestra existencia moderna, el alma humana anhelaba la simplicidad, la pureza de una amistad incondicional, la certeza de que, al final del día, los problemas, por grandes que fueran, podían resolverse con un poco de amabilidad y una Poké Ball.

Vi el color del cielo en la serie, un azul turquesa que no se veía en las ciudades contaminadas. Vi el verde vibrante de la vegetación, un contraste con el gris de mis calles. Y en los ojos de los Pokémon, vi una inocencia que ya no existía en los ojos de los humanos, desgastados por la desconfianza y el cinismo. La conserje Pokémon era una cápsula del tiempo, un eco de una memoria de la infancia que no habíamos olvidado del todo. Una promesa de que, incluso en el caos más absoluto, todavía había un lugar donde la bondad era la moneda de cambio y la amistad, la mayor de las victorias.

Y cuando el episodio terminó, la pantalla volvió a su oscuridad. Pero el silencio que me rodeó esta vez no fue el de la desesperación, sino el de una paz tenue. Una paz que había encontrado en la ficción. Y por un momento, solo por un momento, el peso del mundo pareció un poco más ligero.