Jaulas para Hombres.

 

 El Último Olor de la Dignidad.

La crueldad tiene un olor. Y en las calles de Florida, olía a menta y a metal oxidado.


La primera vez que escuché el nombre, pensé que era una broma. Alligator Alcatraz. Sonaba como un parque temático retorcido o el título de una película de horror de bajo presupuesto. Pero no era una broma. Era la realidad, un nombre para una herida abierta en el bajo vientre del sueño americano. Lo escuché en un titular, una voz aséptica reportando desde una sala de prensa pulcra y sin polvo. Pero yo lo viví de otra manera. Lo sentí.

Recuerdo la rabia. El titular era un puñetazo en el estómago, un golpe que me dejó sin aire: "Lo dejaron ahí como un perro". ¿Como un perro? La frase me hizo hervir la sangre. A un perro se le da una cama. Se le da un plato de comida. Se le da una palmadita en la cabeza. No se le deja pudrirse en una celda de cemento. ¿Qué clase de infierno se había inventado la burocracia para que un hombre, una persona con sueños y miedos y un corazón que late, se redujera a un animal ignorado?

Caminé por las calles de Miami, bajo un sol que parecía reírse de la injusticia que ocurría a pocos kilómetros. Sentí el calor húmedo pegándose a mi piel, y me imaginé el calor en esa celda, sofocante, sin escape. Me imaginé el olor, la mezcla del sudor y el miedo, la desesperación que se pega a las paredes como una capa de suciedad. Me imaginé el silencio, roto solo por el murmullo de las plegarias o el gemido de la humillación. No era una prisión. Las prisiones tienen reglas. Esto era una jaula, un lugar para guardar a las bestias.

Y el escritor que hay en mí se negó a seguir. Mi mente, que disecciona la realidad con la fría precisión de un forense, se detuvo. No había palabras, solo un grito sordo y un nudo de ira en la garganta. Porque lo que sucede en Alligator Alcatraz no es un problema de inmigración, es un problema de humanidad. Es la prueba de que el ser humano, cuando se le da el poder, siempre encuentra una forma de pisotear al otro, de quitarle la dignidad, de borrar su existencia. Lo vi en cada sonrisa de los turistas, en cada cartel de neón, en cada voz despreocupada de la radio. Vi el fantasma de los detenidos. Y en ese instante, entendí que no hay fronteras más inhumanas que las que construimos en nuestros propios corazones.

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