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Un muro de palabras en el laberinto de la nación

Por El Guardián de la Noche Felina

Lo absurdo no residía en la declaración misma, sino en la necesidad de hacerla.

El anuncio llegó como un telegrama sellado que, a pesar de su claridad, sembraba la confusión. La nueva presidenta, en un gesto que buscaba ser de certidumbre, aseguró que "no habrá tropas de EE.UU." en la nación. La frase, una construcción gramatical simple y concisa, intentaba cerrar una puerta que, para muchos, seguía abierta, o quizás ni siquiera existía. Sin embargo, en el interminable pasillo de los asuntos de Estado, esta declaración no era un final, sino el inicio de un nuevo expediente, uno con sus propias reglas y su propia lógica impenetrable.

Los ciudadanos, esos pequeños engranajes en la gran maquinaria, escucharon la noticia. Para algunos, fue un alivio, un aplazamiento de un futuro incierto. Para otros, una confirmación de que la amenaza siempre estuvo ahí, flotando como un rumor en el aire, una sombra en la periferia. Lo absurdo no residía en la declaración misma, sino en la necesidad de hacerla. ¿Acaso la ausencia de tropas es algo que debe ser prometido, algo que debe ser defendido con palabras? La frase, como un formulario burocrático, llenaba un espacio, pero no resolvía la ansiedad subyacente.

El verdadero conflicto no está en las fronteras, sino en los despachos, en las salas de espera interminables y en los documentos que se apilan sin un propósito aparente. La presidenta, con su declaración, no detuvo una invasión, sino que alimentó el laberinto. Un laberinto de miedos y protocolos, de soberanía y de dependencia, donde la única salida visible es el pasillo hacia otro pasillo. La nación, como un hombre que recibe una carta sin remitente, se enfrenta a una promesa que, por su misma existencia, hace tangible la amenaza que intenta desmentir.