Sobre la Fortuna y los Hombres de Negocios en la Gran Metrópolis
Por Madam Bigotitos
Es una verdad universalmente aceptada que un hombre soltero en posesión de una gran fortuna debe estar en falta de un propósito que lo eleve.
La sociedad de la gran metrópolis, a la que con desdén los periódicos se empeñan en llamar Wall Street, se encuentra en un estado de un regocijo tan manifiesto como superficial. Los corrillos de la ciudad murmuran sobre los "índices" que, según se informa, han escalado hasta cimas "históricas", un término que, si me permiten la audacia, suena más a una exageración propia de un romance barato que a una descripción precisa de la realidad. Mis fuentes más fiables, aquellas que obtengo en los salones donde se sirven los mejores tés, me han asegurado que los caballeros que dirigen estos asuntos han logrado una victoria tan contundente como la de un buen partido de whist, donde la suerte, por supuesto, favorece a los que ya poseen las mejores cartas. Sin embargo, una dama de mi conocimiento, con un ojo tan agudo para el cotilleo como para las cifras del presupuesto familiar, me ha hecho notar que esta repentina prosperidad, lejos de ser un milagro de la economía, es más bien un acto de prestidigitación social, un truco de magia que nos distrae del verdadero drama que se desarrolla a puerta cerrada.
El informe de la inflación, ese documento que se ha vuelto el tema de conversación más socorrido en los salones de té, ha sido interpretado como una señal de que las grandes fortunas, que en los últimos tiempos se habían visto un tanto melancólicas, han vuelto a florecer con la primavera de un nuevo anuncio. Los jóvenes de la casa, que en sus ratos libres se dedican al inútil pasatiempo de estudiar estos temas con una seriedad que me resulta casi enternecedora, me aseguran que esto es una "buena noticia". Y yo, en mi ignorancia bendecida, me veo obligada a preguntar: ¿buena noticia para quién? Para los caballeros que ya poseen la mayor parte del capital, esta bonanza es un refuerzo a su estatus, una validación de su infalible buen juicio y una confirmación de que sus decisiones, por más temerarias que parezcan, siempre encontrarán una justificación en el vaivén de los números. Para el resto de nosotros, que vemos cómo el precio del pan y del carbón sube sin cesar, es apenas un eco lejano, el ruido de una fiesta a la que no hemos sido invitados, pero de la que se espera que celebremos las migajas que caen de la mesa.
En este gran teatro, cada "alza histórica" me recuerda a un matrimonio concertado en el que el novio, que ya posee una gran finca, se une a una heredera que también posee una fortuna. Ambos celebran su unión con gran pompa, mientras las demás familias se preguntan por qué su propia suerte no mejora. La inflación, en este sentido, es la dama de compañía de la prosperidad, una figura que, a pesar de sus protestas y sus inevitables estragos, siempre parece estar de acuerdo con las decisiones de los más pudientes, dispuesta a ser un inconveniente temporal para un bien mayor, que, por supuesto, no es el nuestro. Me han dicho que el señor Fitzwilliam de la bolsa de valores ha declarado con una convicción que me pareció casi falsa, que "la confianza es el motor de la economía". Y yo me pregunto, con la inocencia de quien no entiende de estas cosas, ¿qué es la confianza sino la fe ciega en que los mismos de siempre seguirán siendo los más afortunados? Y, ¿qué es la economía sino el arte de justificar esa fe?
Mientras los caballeros de Wall Street se frotan las manos con sus ganancias, nosotras, las damas que administramos los hogares, nos vemos obligadas a ser más ingeniosas y austeras. El ama de llaves de mi vecina, la señora Ponsonby, me ha comentado con una expresión de desesperación que los precios de los huevos han subido a tal punto que pronto tendrá que elegir entre su sombrero de encaje y un pastel para el té de la tarde. Este es el verdadero pulso de la economía, no los números en un tablero luminoso. Son las pequeñas tragedias y los grandes sacrificios de la vida diaria, la eterna lucha entre el deseo y la necesidad. Y es en estas conversaciones, en las que se discute el precio de un pan o la calidad de un nuevo corte de tela, donde se encuentra el verdadero drama humano. Al final, el único resultado palpable de esta "prosperidad" es que los ricos se vuelven más ricos, y el resto, más ingeniosos para sobrevivir. Y así, la comedia de la vida continúa, con cada uno representando el papel que le ha tocado, ya sea el del caballero afortunado o el de la dama que debe hacer magia con el presupuesto para mantener la dignidad de su hogar. Y mientras tanto, en la gran metrópolis de Wall Street, los números siguen subiendo, como si la felicidad pudiera ser medida en puntos y no en la paz de un hogar bien administrado.
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