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Sentido y Sensibilidad en Tierra Santa:

 

 Un Examen de la Disposición de la Sociedad Israelí

Por: Madam Bigotitos


El gobierno actúa como un padre severo y disciplinario, mientras que los manifestantes se asemejan a una descendencia que ya no puede tolerar la crueldad.

Es una verdad universalmente reconocida que un país inmerso en un conflicto debe estar unido en su propósito. Sin embargo, la situación actual en la Tierra Santa nos demuestra que tal suposición, por más deseable que sea, dista mucho de ser una realidad. Mientras el gobierno del primer ministro Netanyahu persigue con vigor su plan de ocupar la totalidad de Gaza, una porción considerable y vocal de la sociedad israelí ha decidido, para consternación de muchos y con la esperanza de otros, expresar su profundo disenso. Este conflicto no se libra únicamente en campos de batalla remotos, sino en el corazón mismo de las ciudades, en las conversaciones de salón y, de manera más palpable, en las calles de Tel Aviv, donde las protestas masivas dan testimonio de una fractura de la cual, si bien se sospechaba su existencia, ahora se exhibe con una franqueza que no permite ser ignorada.

El gobierno, actuando con una firmeza que sus partidarios califican de necesaria convicción y sus críticos tachan de obstinada arrogancia, argumenta que la seguridad de la nación depende por completo de esta estrategia. Se apela a la razón, a la lógica implacable de la guerra, a la necesidad de erradicar toda amenaza de raíz, sin importar el costo humano o la opinión pública. Sus líderes, como caballeros medievales, se envuelven en el estandarte del deber y la protección, convencidos de que su camino es el único viable para asegurar el futuro de sus compatriotas. La conversación con el enemigo, la diplomacia o, Dios no lo quiera, la concesión, se consideran no solo inoportunas, sino una traición a la memoria de los caídos y una ofensa al espíritu de resiliencia del pueblo. Es un partido que se ha decidido por el "sentido" de la fuerza, una vez más, sin permitirse el lujo de la "sensibilidad" de la piedad.

No obstante, esta posición, por más sólida que se presente, no ha logrado convencer a todos. El partido de la protesta, una congregación de miles de ciudadanos de diversas clases y procedencias, ha alzado la voz con una convicción no menos ferviente. Sus motivos son variados, como lo son los matices de la sociedad que representan. Hay quienes actúan por una genuina y profunda compasión por los sufrimientos infligidos en la población de Gaza, creyendo que la seguridad no puede ser construida sobre los cimientos del dolor ajeno. Otros, más pragmáticos, temen que la política actual no solo sea moralmente censurable, sino también estratégicamente desacertada, una maniobra que prolongará el conflicto y garantizará un ciclo interminable de venganza. Expresan su angustia, su frustración, su desesperación. Sus pancartas y sus cánticos, lejos de ser el simple grito de una multitud, son la manifestación de un sentir profundo, de un anhelo por un tipo de paz que parece estar cada vez más lejos de su alcance.

Las protestas no son solo una manifestación política, son un espejo de la psique colectiva, una muestra del pulso moral de una nación. La división no es solo entre quienes apoyan y quienes se oponen al gobierno, sino entre aquellos que creen en la primacía de la fuerza y los que aún tienen fe en la razón, la empatía y la diplomacia. Es un choque de filosofías, de visiones de mundo, que tiene sus raíces en las experiencias colectivas y los traumas individuales de una sociedad que ha vivido bajo la sombra de la guerra por demasiado tiempo. El gobierno actúa como un padre severo y disciplinario, convencido de que solo a través del castigo se puede imponer el orden, mientras que los manifestantes se asemejan a una descendencia que, aunque respeta la autoridad, ya no puede tolerar la crueldad, buscando un camino más amable, más humano.

Así pues, la cuestión es si este disenso, por más justificado que se sienta en el corazón de los manifestantes, tendrá la fuerza necesaria para influir en el curso de los acontecimientos. La historia nos enseña que los gobiernos, una vez que han fijado su rumbo, son reacios a cambiarlo, a menos que una crisis de proporciones mayúsculas o una presión social insostenible los obligue a reconsiderar sus planes. Los ojos del mundo observan con gran interés y con una no pequeña dosis de desesperación. La paz, esa dama tan esquiva y codiciada, parece estar en manos de dos partidos que, aunque comparten una misma tierra, no comparten un mismo entendimiento del mundo. La esperanza es que, en algún momento, el "sentido" y la "sensibilidad" de ambos lados puedan encontrar un terreno común para el diálogo, antes de que el curso actual de los acontecimientos lleve a una conclusión aún más lamentable para todos los involucrados.