Un Análisis de la Desazón que Provocó el Sr. Manson.
Por Madam Bigotitos
Este asunto, más que musical, es un espejo que nos muestra la deliciosa hipocresÃa de nuestra época.
Es una verdad universalmente aceptada que una figura de la alta cultura mediática, por más estrafalaria y controversial que sea, no puede evitar ser motivo de profundo debate cuando irrumpe en el pacÃfico y recatado corazón de una ciudad como San Luis PotosÃ. Y asÃ, el Sr. Marilyn Manson, un caballero de reputación tan singular como su indumentaria, llegó a la Feria Nacional Potosina no solo para entonar sus melodÃas, sino para agitar el plácido estanque de la moralidad local. Su simple presencia, como un desafortunado error en el protocolo de una cena de gala, despertó una ola de desaprobación y zozobra que, debemos admitir, fue tan entretenida como predecible.
La consternación fue manifiesta y, para deleite de cualquier observador de las costumbres sociales, admirablemente coordinada. La Arquidiócesis, con la gravedad que corresponde a su posición, emitió un dictamen moral, como si el propio Mefistófeles hubiese decidido tomar el escenario del Teatro del Pueblo en lugar de un mero intérprete de rock. Y los padres de familia, en una demostración de ferviente devoción por el bienestar de sus jóvenes vástagos, se unieron en un movimiento cÃvico para recolectar, se dice, unas seis mil firmas. En su opinión, el Sr. Manson no era solo un artista, sino un agente de la disolución, un predicador de libertades tan desenfrenadas que amenazaban con corromper el buen juicio de la juventud. No es de extrañar que, en una sociedad tan acostumbrada a las formas y las apariencias, un espectáculo que celebra la oscuridad y la rebelión sea visto no como una expresión artÃstica, sino como un mal social que debe ser extirpado.
Este asunto, más que musical, es un espejo que nos muestra la deliciosa hipocresÃa de nuestra época. Los mismos que se escandalizan por un maquillaje y un vestuario gótico, parecen olvidar que la verdadera corrupción no reside en un concierto, sino en las sutilezas de la avaricia, la envidia y la murmuración que florecen con tanta facilidad en los salones de té y en las asambleas parroquiales. El Sr. Manson, sin saberlo, se convirtió en el barómetro de una sociedad que está más preocupada por los sÃmbolos que por los pecados genuinos. Es un recordatorio de que, en la lucha entre la apariencia y la esencia, la primera siempre tendrá la ventaja.
Y asÃ, mientras la FENAPO se preparaba para ser el escenario de este inusual drama, el Sr. Manson se paseaba por la ciudad, ajeno a la tormenta de moralidad que habÃa desatado. Su llegada, lejos de ser un simple suceso de entretenimiento, se convirtió en una lección de sociologÃa, un estudio de caso sobre cómo una figura ajena puede desestabilizar el orden establecido. Y mientras algunos lamentaban la pérdida de la inocencia, otros, con una sonrisa disimulada, observaban el espectáculo con una mezcla de fascinación y placer culposo. La modernidad, en su forma más ruidosa y pintarrajeada, habÃa llamado a la puerta de la tradición, y nadie podÃa pretender que no la habÃa escuchado.
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