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En la casa de cristal:

 

Un lamento por lo que nunca fue

Dra. Mente Felina 

"Las mentes más profundas son aquellas que se atreven a habitar las sombras."




Es un murmullo. Un murmullo que se filtra por las rendijas de la ciudad, que se arrastra como una bruma pesada sobre los jardines y las avenidas. El rumor del abandono. Un bebé. Solo. Y el mundo, en su prisa cotidiana, se detiene por un instante para contemplar esa mancha oscura en el alma humana. Una herida. Un silencio. ¿Qué abismo es ese? ¿Qué vacío ha tenido que crecer para devorar la luz, la ternura, el instinto más primario? El titular, crudo y directo—"Detienen a pareja por abandono de bebé en la Miguel Hidalgo"—es apenas un umbral. Es un fragmento de una historia, un portal que nos invita a adentrarnos en el insondable pozo de la mente.

Este no es un caso para la crónica de sucesos, para el reporte que se consume y se olvida. No. Este titular es un eco que resuena, obligándonos a preguntar no por el qué, sino por el cómo y el por qué. Y en esa búsqueda, nos encontramos con un laberinto de espejos rotos, donde las caras de la desesperación y la inmadurez se reflejan una y otra vez. Es una historia sobre la fragilidad humana, sobre un dolor que, al no encontrar palabras, se manifiesta en actos que desdibujan la línea entre lo real y lo incomprensible. El vacío que se gesta en el alma es un eco de la ceniza, la evidencia de un fuego que se extinguió mucho antes de nacer.

La psique de una mujer, de un hombre, a veces se convierte en una casa de cristal. Una habitación donde la luz no entra, donde el oxígeno se agota y las paredes transparentes se vuelven una prisión. La depresión posparto, esa sombra que Sylvia Plath conocía tan bien, puede descender como una neblina densa, haciendo que el mundo se vuelva de cartón y las emociones, ecos lejanos. Es una enfermedad biológica, un desorden de los neurotransmisores que distorsiona la realidad, pero su manifestación es brutalmente emocional. Es el silencio que pesa, el olor a desesperanza que se adhiere a la ropa. Una incapacidad de conectar con ese pequeño ser que, sin culpa, se ha convertido en el peso final sobre un espíritu ya quebrado. No es un acto de maldad. Es un colapso. Un desmoronamiento silencioso que nadie vio venir, porque se desarrolló en la privacidad de las almas.

Y el hombre. El compañero. El cómplice. ¿Qué parte del silencio le corresponde? La inmadurez emocional, la negación, la incapacidad de ver más allá de sí mismo. La cobardía se disfraza de pragmatismo, el dolor se enmascara de huida. En esa huida, el hombre se convierte en un niño asustado, incapaz de sostener la estructura de la familia que se ha roto. Mi brújula está rota, podría pensar en un monólogo interno, mientras cada paso se siente como una traición al camino que debió tomar. Él también se encuentra atrapado en su propia campana de cristal, incapaz de escuchar el grito de ayuda de su compañera. La sociedad le ha enseñado que debe ser fuerte, que debe ser un proveedor, un pilar, pero no le ha enseñado a ser un refugio emocional, un confidente para el dolor. En su fracaso, la pareja se convierte en un círculo vicioso: la desesperación de ella alimenta el miedo de él, y el miedo de él refuerza la desesperación de ella, hasta que el único camino visible es el abismo.

El contexto socioeconómico se cierne sobre todo esto como un destino ineludible. La pobreza extrema no solo es la ausencia de dinero; es la ausencia de opciones, la asfixia de la esperanza. Es un ambiente en el que cada día es una batalla por la supervivencia, donde el sueño de una vida mejor se ha vuelto un lujo inalcanzable. En un sistema que prioriza la supervivencia, un bebé puede ser visto, trágicamente, como una carga insostenible en lugar de una nueva vida. No se trata de una elección consciente, sino de una corriente subyacente que arrastra a las personas hasta el fondo, donde ya no pueden ver la superficie. El abandono se convierte en el acto final de un naufragio, un intento desesperado de flotar en las aguas turbulentas del destino.

La vida, como un río que sigue su curso, se encargará del bebé, de darle un nuevo puerto seguro. Pero la pareja, los autores de ese silencio, se quedan a la deriva en las aguas turbulentas de sus propias mentes. El abandono se convierte en la metáfora de sus almas: una decisión que los dejó vacíos, flotando en el eco de un acto irreversible. Y en ese eco, no encontrarán paz, solo la resonancia infinita de lo que pudieron ser y no fueron. El verdadero castigo no es el encarcelamiento, sino la conciencia del acto, un eco que los perseguirá en cada momento de silencio.