El Silencio de los Escoltas

"La seguridad no es un derecho, es un privilegio que se revoca."



La noticia llegó sin el estruendo de una bomba, pero el eco fue más profundo que cualquier explosión. El noticiero lo presentó con una voz sobria, casi resignada: la administración actual había revocado la protección del Servicio Secreto a la exvicepresidenta. El hecho, por sí mismo, era un simple titular. Pero en el silencio de mi apartamento, se sintió como un cambio fundamental en las leyes de la física. Un protocolo que creíamos de granito había sido desmantelado con la ligereza de un capricho. La seguridad no era un derecho, era un privilegio, y un privilegio, como bien sabemos, puede ser revocado.

Mi mente, que antes flotaba en la banalidad de las listas de pendientes, ahora se hundía en un abismo de preguntas. La noticia no era sobre ella, era sobre mí. El gesto de revocar la seguridad a una figura de poder era un mensaje para todos nosotros, un recordatorio de que la inmunidad es una ilusión. Si una exvicepresidenta, una de las figuras más poderosas del país, podía ser expuesta a un peligro latente, ¿qué protección teníamos nosotros, los ciudadanos comunes, si algún día ofendíamos a los que estaban en el poder? En la calle, miré a mi alrededor. La gente caminaba, hablaban por teléfono, reían. Pero en mi cabeza, ya no veía la gente; veía a los vulnerables, a los que estaban solos. El miedo, ese miedo que antes creía lejano, ahora estaba en todas partes. Era el eco de la noticia, el escalofrío que se sentía al pensar que cualquier protección puede ser revocada, que cualquier norma puede ser pisoteada, que la civilización es tan frágil como una cáscara de huevo.

La decisión era un acto de poder puro, de la clase más insidiosa. No se trataba de un ataque frontal, sino de una declaración sutil y contundente: el orden que conocías ya no existe. El ritual de protección, con sus escoltas y autos blindados, no era solo un lujo; era un símbolo de la continuidad, de la estabilidad del estado. Su ausencia era un vacío, una declaración de guerra simbólica que sentí en lo más profundo de mis huesos. Sentí el terror de un país donde las leyes se adaptan a los deseos de un solo hombre, donde la justicia es un capricho y la seguridad una mercancía.

Y mientras la noche caía sobre mi ciudad, me sentí más sola que nunca. El aire se sentía pesado, como si el oxígeno estuviera enrarecido por un miedo que no era mío, pero que sentía como propio. La calle, que antes me parecía un lugar de encuentro, ahora se sentía como un desierto. Miré mi reflejo en una ventana. Los ojos que me devolvían la mirada eran los de un extraño. Los ojos de un hombre que, en un instante, había comprendido que el verdadero peligro no era el que venía de afuera, sino el que se cocinaba dentro de las esferas del poder.

La trama, me temo, no ha hecho más que comenzar. Los personajes están en movimiento, las reglas han sido reescritas. Y la pregunta que flota en el aire no es qué pasará con la exvicepresidenta, sino qué pasará con nosotros, los que ahora observamos, en silencio, cómo se desmantelan los cimientos de nuestra propia seguridad. Y el próximo capítulo de esta historia, me temo, será escrito en las sombras que se alargan en nuestras propias calles.

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