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El Rastro de Ceniza en las Calles de Oro

"Y en medio de la destrucción, el corazón de la ciudad seguía latiendo."

El sonido, esa criatura sin forma que habita en las sombras de la noche, era el primer mensajero. No era el estruendo seco y distante de un trueno, sino un rugido metálico que se retorcía y crecía, como un león enjaulado que, de pronto, se libera y se abalanza sobre su presa. Kiev, la vieja y dorada ciudad, se convertía en una criatura que contenía el aliento, esperando el impacto. Los viejos edificios, con sus fachadas de siglos y sus historias grabadas en la piedra, parecían encogerse. Se podía sentir el miedo en el aire, ese frío que no proviene del invierno, sino de la proximidad del acero y el fuego. Yo mismo, sentado en la penumbra de mi cuarto, oía ese canto fúnebre y pensaba en las vidas que se reducían a un punto en una hoja de cálculo. En el capítulo anterior, vimos cómo la fría aritmética del poder deshumaniza. Aquí, veremos su manifestación más brutal y dolorosa.

En las calles, el caos se desplegaba con una lógica de pesadilla. No era la batalla campal de un ejército contra otro, sino un castigo que caía del cielo, indiscriminado y cruel. La explosión, cuando llegaba, no era solo un destello y un sonido. Era un temblor que recorría la tierra, un pulso de destrucción que se metía en los huesos. Vi a una anciana, con el rostro arrugado como un mapa de la miseria, que se arrodillaba en el asfalto. No lloraba ni gritaba. Solo alzaba sus manos, en un gesto de súplica que no estaba dirigido a un dios, sino a la simple, terrible, injusticia del momento. ¿Qué había hecho esa anciana para que su mundo se redujera a escombros? Nada. Absolutamente nada. El fuego y la ceniza no preguntan por ideologías ni por creencias. Solo devoran, dejando un rastro de vacío y dolor.

La sede de la Unión Europea, ese símbolo de la burocracia y la diplomacia, había recibido un golpe directo. Los titulares de prensa se centrarían en eso: en la violación de un símbolo, en la audacia del ataque contra una entidad política. Pero yo no podía ver el símbolo, solo el rastro de ceniza que se esparcía. En medio de los escombros de la fachada, pude ver algo aún más terrible: las casas aledañas, los apartamentos de la gente común, habían sido reducidas a polvo. ¿Qué importaba la oficina de un político cuando la vida de una familia había sido borrada? Un contraste brutal entre lo que es importante para el poder y lo que es vital para la gente.

Pero el corazón de la ciudad no se detenía. La gente, en medio del horror, se organizaba. Vecinos que no se conocían se ofrecían ayuda. Manos ennegrecidas por el humo sacaban a heridos de los escombros. La solidaridad, esa flor que nace en el pantano del desastre, florecía en cada rincón. La guerra, en su intento por deshumanizar, solo había logrado lo contrario: exponer la inquebrantable fortaleza del espíritu humano. En medio de la destrucción, el arte de vivir, de ayudar, de resistir, se hacía más grande. El espíritu humano, como un viejo árbol, se negaba a caer.

Y la pregunta que queda, en el silencio de las calles rotas, no es si la guerra es buena o mala, sino si el dinero que se ahorra en la contabilidad de la miseria valdrá la pena en el futuro. Porque, al final, la verdadera bancarrota no se encuentra en las finanzas, sino en el alma. La guerra, la última cuenta por pagar, se cobra con la moneda de la vida.