-->

 

Sangre en el Mármol

"Cuando el diálogo muere, las manos hablan."

La noticia, a primera vista, era una farsa. Un titular digno de la nota roja, una payasada de circo que el pueblo celebraría con un cinismo agotado. Pelea y golpes en el Senado de México. En sus majestuosos pasillos, en ese templo de mármol pulido y espejos que reflejan la vanidad, la élite política de este país se había comportado como bestias. Pero para mí, para mí que veo la vida desde abajo, con la tierra en las uñas y el polvo en la garganta, no era una farsa. Era una puesta en escena. El teatro de la ignominia.

¿Acaso la gente se sorprendió? Quien ha vivido aquí, en las calles, sabe que la violencia es nuestro idioma principal. Las palabras se han podrido. Los discursos, las promesas, los debates, no son más que un río de estiércol que corre de la boca de uno a la oreja de otro. La única verdad, la única declaración honesta que se hace en este país, es con los puños. Y hoy, en el lugar donde supuestamente se toman las decisiones más importantes, la élite había hablado por fin el mismo idioma que el pueblo.

Los golpes que se dieron, los empujones y los insultos, no fueron un arranque de locura. Fue la coreografía de la rabia. La misma rabia que empuja a los jóvenes a unirse a los cárteles, la misma que hace que un padre golpee a su hijo, la misma que un marido descarga en su mujer. La misma rabia que hace que un país entero se pudra. En ese instante, sobre el mármol que simboliza la pulcritud y la solemnidad, la podredumbre se hizo visible. Esa violencia no era un acto político. Era una confesión. La confesión de que han fracasado, de que han perdido el control no solo del país, sino de sí mismos.

Vi las imágenes y sentí una extraña mezcla de asco y de... compasión. Compasión por la impotencia que se esconde detrás de esos golpes. Lo que no pudieron resolver con el lenguaje, lo que no pudieron justificar con sus discursos, lo intentaron resolver con la fuerza bruta. Es el último recurso de los que no tienen razón. Y lo más triste de todo, es que, una vez que la escena terminó, ellos se levantarán, se sacudirán el polvo, se arreglarán el traje, y volverán a la farsa.

El mármol será limpiado. La sangre se irá con un trapo. Pero en el alma de este país, la mancha es permanente. Y la pregunta que queda, en el silencio de una noche que no se atreve a pronunciar su nombre, es: ¿qué pasa cuando la rabia ya no es una coreografía, sino una masacre? Y ¿qué pasa cuando el pueblo se da cuenta de que la violencia de sus líderes es solo un espejo de su propio dolor? El final de esta historia, me temo, no se escribirá en el Senado, sino en las calles.