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El lamento de la tierra:

 Una crónica del incendio que reveló el alma de un paisaje

Por Socorro "La Matriarca" Social

Esta no es solo una noticia; es una meditación sobre la fragilidad del mundo que damos por sentado.

¿Qué es un incendio sino un monólogo de la tierra, un grito desesperado en el silencio de un verano que se alarga sin piedad? La noticia llegó con una frialdad que no hacía justicia a las llamas: "El megaincendio del sur de Francia ha sido contenido". Contenido. Una palabra tan aséptica y técnica, tan desprovista de la furia y el lamento que se extendió por miles de hectáreas. Pero detrás de esa palabra, de ese titular que pasará de largo en la memoria de muchos, se esconde una historia de humo y ceniza, de pinos que se retuercen en su agonía y de un sol que se tiñe de un color que no debería existir. Esta no es solo una noticia; es una meditación sobre la fragilidad del mundo que damos por sentado, una conversación que el paisaje ha decidido entablar con nosotros, sin pedir permiso, sin dar tregua.

El fuego, como un personaje de novela, avanzó con una voluntad propia. No era un accidente, sino una consecuencia, el punto culminante de un drama que se ha estado gestando por años. Los expertos, con su prosa científica y su tono sosegado, lo explican en términos de sequía y cambio climático. Palabras grandes, conceptos abstractos, que se materializaron en la forma más cruda y tangible: la devastación. El verano, que antes era una promesa de luz y vida, se ha convertido en una amenaza, un calor que reseca la tierra hasta hacerla polvo, un sol que es un ojo que todo lo ve y todo lo calcina. El bosque, con sus pinos y sus encinas, no es solo un conjunto de árboles; es un ecosistema, un ser vivo que ha estado luchando contra una fiebre que se niega a ceder.

Y en medio de este drama, la respuesta humana. Los bomberos, valientes en su desesperación, luchando contra una fuerza que parecía imparable. Sus trajes, sus cascos, sus herramientas... Un ejército de hombres y mujeres que se enfrentaron a un gigante de fuego con la única esperanza de salvar lo que pudiera salvarse. En las calles de los pueblos evacuados, la inquietud se mezclaba con la esperanza. El sonido de las sirenas, el olor a humo que se aferraba a la ropa como un fantasma, los rostros de los vecinos, que veían en las noticias la destrucción de su patrimonio, de sus recuerdos. El fuego, con su crueldad imparcial, no distingue entre una casa moderna y un castillo medieval, entre un viñedo centenario y una plantación joven. El fuego es un ecualizador, una fuerza que reduce todo a su esencia más básica: la ceniza.

El artículo de noticias dirá que el incendio ha sido "contenido", pero ¿qué significa realmente esa palabra en este contexto? No significa que el dolor se haya ido, que el miedo se haya disipado. Significa que la herida ya no se está extendiendo, pero la cicatriz, el recuerdo de la destrucción, permanecerá. Y en esa cicatriz, hay una lección. Nos obliga a confrontar la fragilidad de nuestro mundo, a dejar de lado la ilusión de control que nos ha dado el progreso. La naturaleza, con sus fuerzas más primarias, nos ha recordado que no somos sus dueños, sino sus huéspedes. El cambio climático no es una amenaza lejana, sino una realidad palpable, un monstruo de humo y llamas que ya ha llamado a nuestra puerta.

Como en las novelas de Cervantes, donde la locura y la cordura se entrelazan en la búsqueda de la verdad, este incendio nos obliga a cuestionar nuestra propia realidad. ¿Somos cuerdos si seguimos ignorando las señales que la tierra nos envía? ¿O somos locos, soñadores que creen que la civilización puede existir al margen del mundo natural? En el flujo de conciencia de Woolf, las palabras se habrían desbordado, se habrían entrelazado con los pensamientos de cada habitante, de cada animal que huía de las llamas. El miedo de los niños, la resignación de los ancianos, el pánico de las bestias. Todas estas voces, todas estas emociones, se perdieron en el humo, pero su eco sigue resonando.

Este incendio es, en última instancia, un preludio. Una advertencia. El sur de Francia, con sus paisajes de ensueño, ha despertado de un sueño plácido para enfrentarse a una pesadilla. Y la pesadilla es que esto no es un evento aislado, sino el inicio de una nueva normalidad. Nos pide, a gritos, que hagamos algo, que tomemos medidas, que no nos conformemos con "contener" el fuego, sino que nos esforcemos por evitar que comience. La Matriarca, con su pluma empapada en tinta y en ceniza, no puede sino sentir un profundo lamento por esta tierra que ha sufrido. Y en ese lamento, una plegaria: que este fuego, que ha quemado el paisaje, no queme también la última chispa de nuestra conciencia.