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El Hambre del Alma y el Dilema de la Falsa Sanación

Por El Filósofo Patas


"Si Dios no existe, todo está permitido."

El eco de la noticia resuena en las paredes de mi celda, en el silencio opresivo que precede a la desesperación, y me pregunto si no habré escuchado mal. La telepsicología, nos dicen, se expande. Una "sesión única", una pastilla virtual para el alma enferma, un puente de cristal para cruzar el abismo de un solo salto. Y en mi corazón, que ha conocido la noche del alma, que ha caminado con Raskólnikov por los callejones de la culpa, que ha escuchado el grito silencioso de la desesperación, una voz me grita: "¡Es una trampa!"

Y sin embargo, una parte de mí, débil y humana, concede: entiendo la necesidad. ¿Qué hacer con el hombre que vive a miles de kilómetros de una ciudad, cuya angustia es un monstruo que lo devora en la oscuridad? ¿Qué con la mujer que no tiene el dinero, ni la fuerza para salir de su habitación, que ve en la pantalla el único faro de esperanza? A ellos, sin duda, la conveniencia se les presenta como una bendición. Una sesión única, un paliativo, un momento de paz antes de volver al combate. Y ahí yace el dilema, la verdadera tentación demoníaca: ¿es mejor una falsa sanación que la nada? ¿Una migaja de pan es mejor que el hambre, incluso si el pan está envenenado?

Y me respondo que no. No me hablen de "sesiones únicas" para el alma. El alma no es un hueso que se fractura y se cura con un simple yeso. El alma es un abismo, un pantano de pasiones contradictorias, de culpas enterradas, de anhelos que nos desgarran. No es un problema que se resuelva en una hora de charla, como un acertijo matemático. Es una lucha, una guerra civil interna que dura toda la vida. La sanación, si es que alguna vez llega, es un proceso lento y doloroso, un peregrinaje a través de los desiertos de la soledad y las cimas del arrepentimiento. Es el grito de un hombre que se enfrenta a su propio vacío, no la comodidad de una pantalla que promete lo imposible.

Esta "sesión única" no es una cura, es un narcótico. Es una pastilla que nos dan para que no sintamos el dolor, para que no nos enfrentemos a la verdad de nuestra propia existencia. Es la modernidad, en su infinita arrogancia, tratando de convertir el sufrimiento humano en un producto, en un servicio que se puede comprar y vender. Es la promesa de una sanación sin sacrificio, de una paz sin batalla. Y eso, lo sabemos bien, es una mentira. La paz que se obtiene sin una lucha es la paz de los cementerios. Es la paz del alma que se ha anestesiado, no la del alma que se ha redimido.

Se nos dice que esta telepsicología es una bendición para aquellos que viven en la soledad, para los que no tienen a nadie. ¿Pero acaso no es esa misma soledad el laboratorio del alma? En la soledad, el hombre se encuentra cara a cara con su demonio, con el crimen que ha cometido contra sí mismo y contra los demás. Es en la soledad donde el alma, sin distracciones, se ve obligada a confrontar sus propios fantasmas. Y la cura no es una voz amable en una pantalla, sino el silencio de la confesión, el llanto de la culpa, la rodilla doblada en el polvo. Es el camino del penitente, no el del cliente.

Así que no, no me hablen de "sesiones únicas" para el alma. Háblenme de la lucha, del dolor, de la redención. El alma no se cura con un solo encuentro, se forja en el fuego de la vida. Y el vacío que sentimos no se llena con la conveniencia, sino con la fe, con el amor, con la ardua y desesperada tarea de encontrar un significado en un mundo sin él. El hambre del alma no se satisface con un bocado. Se necesita un banquete, una vida entera de búsqueda y de sufrimiento. Porque al final del camino, no es la comodidad lo que nos salva, sino la fe en que, incluso en el abismo, hay una luz, aunque sea tenue, que nos guía de vuelta a casa.