El monólogo interior de un cuerpo en el calor
Por: Dra. Íntima "La Consejera" Piel
"El cuerpo, en el calor, se vuelve una máquina de respirar, no de digerir."
El verano no llega como una estación, sino como una presencia. Se desliza por la piel, se cuela en los poros, y se instala en la mente como una neblina dorada y pesada. No se trata solo de la temperatura del aire, sino de la lentitud que impone. Los pensamientos se vuelven perezosos, las acciones se ralentizan, y la voluntad de comer, ese instinto primitivo y constante, se disuelve en la atmósfera. Es un cambio sutil, casi imperceptible, pero profundo. El cuerpo, esa máquina compleja de necesidades y deseos, se reprograma en silencio, con una lógica que la mente racional no siempre puede comprender.
La sangre, en lugar de circular en el estómago para la digestión, se desplaza hacia la piel para disipar el calor. Es un cambio de prioridades, una reasignación de recursos internos. Como un monólogo interior, el cuerpo le habla a la mente: No ahora. No hay tiempo para eso. Necesito liberar. Necesito refrescar. La digestión es un acto de combustión, y la combustión genera más calor. Esta es la verdad simple y brutal que Hemingway habría plasmado: el cuerpo no necesita alimento, sino frescura. Es una verdad sin adornos, una declaración de guerra contra la opresión del calor. La energía que normalmente se destinaría a procesar un banquete se desvía para activar las glándulas sudoríparas, para enfriar, para sobrevivir. .
Hay una conversación silenciosa que ocurre en los días de calor. Una confusión entre el hambre y la sed. El cuerpo, sabio en su lenguaje sin palabras, nos envía una señal de vacío. ¿Es un vacío de alimento o de hidratación? La respuesta, en verano, casi siempre es la segunda. La sensación de estómago vacío que en invierno se traduciría en una búsqueda frenética de comida, en verano es simplemente un anhelo de líquido. Es un impulso que no se satisface con un plato de pasta, sino con un vaso de agua helada, con el sabor de un pepino recién cortado. La saciedad del verano no es de estómago, es de piel. Se siente en la hidratación de los labios, en el frescor de la garganta. El cuerpo, en su monólogo interior, nos dice que la verdadera nutrición en un día caluroso no se mastica, sino que se bebe.
El verano, con su luz implacable, nos enseña a escuchar a nuestro cuerpo. Nos obliga a detenernos y a sentir. A darnos cuenta de que la relación con el alimento no siempre es una de necesidad, sino de ritual. Con el calor, el cuerpo pide menos, y nos permite sentir más, un recordatorio de que somos seres sensibles, no solo máquinas de comer. El apetito, en el fondo, no es de la boca, sino del alma, y en verano, el alma prefiere la ligereza y la quietud. La temporada nos libera de la tiranía de la comida, de la obligación de un banquete. Nos da permiso para ser. A diferencia de un banquete de invierno, que es una celebración de la abundancia, una comida de verano es una celebración de la simplicidad. Un tomate maduro, un trozo de sandía, un vaso de té helado. La pureza de la comida se revela en su forma más simple, sin necesidad de elaborados preparativos.

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