La pesadilla kafkiana de la disidencia en Israel
Por: Sombra "El Inquisidor" Nocturno
"La máquina del Estado no tiene ojos ni corazón, solo engranajes que muelen la voluntad."
La protesta, en su forma más pura, es el grito de un individuo que se niega a ser un engranaje en una máquina. En las calles de Israel, ese grito se ha manifestado en una serie de huelgas y concentraciones, un acto de desesperación por la liberación de los rehenes y la exigencia de un alto el fuego. Sin embargo, para la maquinaria del Estado, la disidencia no es un acto de valentÃa, sino una variable que debe ser neutralizada. La detención de 38 manifestantes no es un evento fortuito, sino el lógico desenlace en un sistema diseñado para el control. Es el primer paso en un laberinto burocrático que, como en un relato de Kafka, no tiene principio ni fin, y donde la culpa no es un resultado, sino una condición de existencia.
La lógica del doblepiensa es palpable en el discurso oficial. Se declara que la protesta es un derecho, pero la seguridad nacional justifica su represión. La liberación de los rehenes es un objetivo, pero quienes lo exigen son tratados como amenazas al orden público. El Estado, con la frÃa racionalidad de un autómata, no ve a la persona que sufre, sino el riesgo potencial que representa. Los manifestantes, que se encuentran de repente en una celda, no han violado una ley clara, sino que han perturbado el ritmo de la máquina. Se les juzga por un delito intangible, por un acto de disidencia que es una mancha en el algoritmo del poder. Lo que se censura no es la acción, sino el pensamiento que la precede: el 'crimen de pensamiento'. Se enseña a la población a temer la idea de cuestionar, de sentir empatÃa por el enemigo, de desear un fin que no sea el dictado. La represión no busca el castigo, sino la uniformidad mental. El propósito de la ley no es la justicia, sino el silencio.
En este laberinto kafkiano, el individuo se encuentra solo, enfrentándose a un sistema que no puede comprender. La verdad, como la justicia, no existe en la realidad, sino en el expediente. El proceso judicial no es un camino hacia la inocencia, sino una serie de pasillos que se cierran detrás de uno. . La protesta, vista desde este ángulo, no es un acto de rebeldÃa, sino una muestra de vida en un sistema que se alimenta del silencio. Las detenciones son una forma de domesticar el espÃritu, de recordar al individuo su fragilidad frente a la inmensidad de la estructura. La libertad es un lujo que se paga con el silencio. El manifestante, una vez que entra en la maquinaria, deja de ser un ciudadano para convertirse en un expediente, un número, una entidad sin voluntad ni nombre. El laberinto no solo lo confina fÃsicamente, sino que lo despoja de su identidad. Su historia, su dolor, su motivación se vuelven irrelevantes. Lo único que importa es la hoja de papel que justifica su reclusión, un documento que, en su absurdo, es la única verdad válida.
El grito por la paz en las calles de Israel se enfrenta a la lógica frÃa del poder. La voluntad de un pueblo se mide con el peso de la represión. Los detenidos, ahora encarcelados, se convierten en fantasmas. Su destino es incierto, no porque la ley sea ambigua, sino porque la lógica del poder no se rige por la ley, sino por la conveniencia. El sistema no busca castigar el crimen, sino eliminar la posibilidad de que el crimen se vuelva a cometer. Se trata de una profilaxis social, un saneamiento del espÃritu de la disidencia. La máquina, en su incesante e indiferente avance, sigue moliendo, ajena al dolor, a la moralidad, a la humanidad.
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