Un Golpe de Picahielo en la Historia del Siglo XX
Por Profesor Bigotes
"No hay una verdad, sino una serie de datos que se conectan para formar una versión de los hechos."
Eran las cinco y veinticinco de la tarde del 20 de agosto de 1940. El aire en el barrio de Coyoacán, México, era denso y pesado, cargado con el calor de la siesta. En una casa fortificada, un hombre trabajaba en su estudio. León Trotsky, el exiliado, el revolucionario, el hombre que una vez estuvo a la altura de Lenin, revisaba un manuscrito sobre Stalin. Un joven, Ramón Mercader, esperaba tras la puerta. Llevaba en la mano una gabardina para ocultar un objeto de quince pulgadas, un picahielo de alpinista. La historia no es un cuento de hadas; a veces, la historia es solo el sonido de un golpe seco, un grito ahogado y la sangre que mancha los papeles de una mesa.
El fanatismo es la herramienta de los cobardes; la pluma, la de los valientes. Trotsky, a pesar de su pasado violento, había elegido el exilio y la palabra. Stalin, en cambio, operaba desde las sombras, con una frialdad y una obsesión que George Orwell describió con maestría. La historia no se repite, pero rima con la tiranía. Stalin no podía permitir que un crítico tan elocuente y bien informado como Trotsky siguiera vivo. La ideología de Trotsky representaba una amenaza intelectual a la de Stalin. El hombre de Coyoacán era una conciencia, una voz que no podía ser silenciada por la censura, solo por la violencia. Y así fue.
Ramón Mercader, el asesino, no era un simple peón. Era un producto del sistema, un instrumento de la paranoia estalinista. Un idealista que había sido manipulado hasta el punto de creer que un picahielo era un arma de justicia. Se había ganado la confianza de Trotsky, haciéndose pasar por un simpatizante, un amante de una de sus secretarias. Un espía que se infiltró en la vida del exiliado para despojarle de su humanidad. La frialdad del acto, la brutalidad del picahielo, nos recuerdan que la traición es la moneda de cambio en el juego de la política. Un acto sin romanticismo, sin honor, sin gloria, que se llevó a cabo para silenciar una voz que era más peligrosa que un ejército.
La autopsia reveló una herida de siete centímetros. Siete centímetros que cambiaron el curso de la historia. A partir de ese momento, la disidencia organizada contra el estalinismo, una corriente que alguna vez tuvo potencial, quedó descabezada. La figura de Trotsky, lejos de ser eliminada, se convirtió en un mártir. La historia, en la brutalidad del asesinato, confirmó la crueldad del régimen de Stalin. No hay una verdad, sino una serie de datos que se conectan para formar una versión de los hechos. Y la versión aquí es la de la violencia como último recurso de un poder que teme a las ideas.
A 85 años de este suceso, las lecciones permanecen. La brutalidad de la ideología, la facilidad con la que un fanático puede ser manipulado, y la fragilidad de la vida ante la voluntad de un poder totalitario. La historia la escriben los vencedores, pero la verdad la revela el tiempo. El hombre que cree que su causa es justa, está a un solo paso del fanatismo. Y el asesinato de León Trotsky es la prueba de ello.
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