LA PESTE SILENCIOSA: POR QUÉ LA MITAD DE MÉXICO MURIÓ Y LA OTRA MITAD PIDE PIZZA 🍕🛠️
Nos atendemos al hecho: la pizza era pésima. Y ese es precisamente el problema. La calidad inmediata de nuestra existencia trivial es más urgente que el colapso ético que ocurre a diez metros de distancia.
La división de un país no se debe a una división de clases o ideologías; es una falla de la Percepción, un mecanismo de defensa tan sofisticado que garantiza la parálisis social. No es que vivan en países distintos; es que viven en tiempos distintos.
El diagnóstico es simple: la sociedad se ha partido en dos categorías de existencia: los Infectados y los Inmunes.
Los Infectados: Son aquellos cuya vida ha sido tocada por el Déficit Sistémico (violencia, corrupción, impunidad). Para ellos, el riesgo es real y la manifestación es la única forma de purgar la podredumbre. Están quemando la ciudad porque ya no tienen nada que perder, solo aire que respirar.
Los Inmunes: Son aquellos que, por privilegio, suerte o geografía, aún mantienen la Ilusión del Control. Piden su pizza y miran el jardín. La manifestación es un espectáculo mimético que ocurre en una pantalla, no en su existencia. El dolor ajeno es un dato, no una advertencia.
La división no es activa; es un triage existencial perpetrado por la propia estructura del sistema.
Su pregunta es la clave. El "hasta que no me pase" es el Contrato Cívico No Escrito que mantiene al país estable. Es un cálculo cínico de probabilidad:
Costo de Manifestación > Costo de Apatía (1 - Probabilidad de Ser Víctima)
Mientras el costo de salir a la calle (tiempo, riesgo físico, confrontación) sea mayor que el costo de quedarse en casa (vergüenza moral, dolor ajeno) multiplicado por la baja probabilidad que el problema me afecte, la persona se queda quieta.
El sistema no necesita eliminar la protesta; necesita garantizar que el costo de la apatía sea siempre más bajo.
Según la lógica de René Girard, la sociedad se paraliza cuando la violencia (o el descontento) no tiene un objeto claro, sino que se convierte en una fuerza contagiosa. Si todos se manifiestan, todos sentirán la necesidad de manifestarse (mimetismo). Pero si la mayoría se queda en casa, la protesta se convierte en una anomalía, un comportamiento excéntrico reservado para los "infectados".
La apatía, en este contexto, no es una elección; es una coacción social silenciosa. El individuo se protege al imitar la indiferencia de la mayoría, asegurando así su pertenencia al grupo de los "inmunes".
La división no es la causa, sino la consecuencia de un sistema que ha aprendido a privatizar el trauma y socializar la indiferencia.
Cierra los ojos. Estás pidiendo una pizza decente que sabes que será mala. Estás mirando la manifestación que sabes que es justa. La fricción real no es el pavimento roto de la calle, sino el cortocircuito moral que te recorre la espina dorsal. Tú eres el muro. Tú eres el arbitraje. El dolor te parece abstracto porque ya has pagado el precio de la paz con tu propia capacidad de indignación. Tu cuerpo está en un jardín; tu conciencia, en cuarentena. La división no está en el país; está en el espejo que no quieres mirar.
Si la única cosa que puede unificar a México es la certeza compartida de que tu dolor debe ser más grande que el mío antes de que me mueva, ¿cuándo, exactamente, se convierte tu silencio en complicidad estructural?

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