📘 La Biblioteca de Espejos: El Origen Químico del Falso Rostros
El Ser que se detesta se convierte en una casa sin luz cuyo único habitante es la sombra. La baja autoestima es la noche que no tiene ventanas, la melancolía del puerto que sabe que el barco nunca volverá. El sujeto vive en el viaje inútil de la negación, buscando en el exterior la madera y la piedra que no encuentra en sus cimientos. La droga no es un escape; es la balada épica que el alma canta cuando no puede pronunciar el propio nombre sin quebrarse.
El consumo se disfraza de acto de amor propio cuando, en realidad, es una sucesión del duelo por el yo que se ha perdido. Es la negociación con el vacío, la rabia contra el espejo, la negación de la luz. El corazón, roto por el desprecio, encuentra una forma de ser trascendente. La única aceptación que encuentra es la del Duende, el arte oscuro que le permite ser, por un instante, profundo y trágico, aunque sea apenas un fantasma. La sustancia le da permiso para el grito lírico que la vida sobria le prohibió.
La verdad de esta tragedia lírica se revela cuando el silencio se impone al estruendo. La droga solo aumenta la distancia con la tierra prometida del afecto, convirtiendo el yo en una canción rota cuya melodía nadie puede seguir. El dolor que intenta ahogar es la única brújula de sal que podría llevarlo de vuelta a la luz. Al huir de sí mismo, el adicto condena a la persona que más necesita: el yo que está esperando ser amado sin excusas.
La sentencia final se canta con desolación: el consumo no es la autodestrucción; es el lento naufragio en la geografía del olvido. El Destino Implacable es que al morir el dolor, muere también la capacidad de amar y ser amado. La desolación se vuelve tan vasta como el océano.
Si la única forma de ser digno es a través de la ficción química, ¿es más doloroso vivir la ausencia que anhela el amor, o es necesario sucumbir a la muerte poética de la desolación?

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