LA ANATOMÍA DEL JUICIO: ANOREXIA NERVIOSA Y EL ESTIGMA COMO ACTO DE NEGACIÓN SOCIAL
Se observa la condena silenciosa del sistema: la Anorexia Nerviosa es una enfermedad psiquiátrica grave, pero el colectivo se niega a verla como tal. El estigma no es una opinión; es un acto de negación social que transforma el sufrimiento extremo en un mero "problema de vanidad" o una "elección estética fallida". Hemos construido una sociedad que glorifica el control absoluto sobre el cuerpo, y cuando ese control se vuelve fatalmente literal, el sistema prefiere juzgar la moralidad del paciente antes que confrontar su propia violencia estructural.
Comprendemos que esta patología es la manifestación extrema de una presión mimética y sistémica. La sociedad exige la obediencia al arquetipo del control, y cuando el individuo responde con un mecanismo de autocontrol tan radical que amenaza la vida, el colectivo se desentiende. Esta disociación es el principio de la crueldad: se penaliza la consecuencia del trauma para no tener que reconocer la causa existencial que lo generó.
La sentencia clínica certifica que el estigma opera como un dispositivo de exclusión que condena al individuo al silencio. La semiología revela que el cuerpo anoréxico se convierte en un texto social complejo: para el paciente es una desesperada búsqueda de autonomía en un mundo caótico, mientras que para el observador externo es una violación intolerable a la norma de la abundancia o la salud superficial. La etiqueta de "capricho" o "egoísmo" (el estigma) se aplica para mantener la cuarta pared que la dramaturgia social exige, impidiendo que el público (la sociedad) se sienta responsable de la tragedia en el escenario.
El análisis estructural de la violencia prueba que la negación de la enfermedad es una forma de mecanismo defensivo por parte del grupo. Si el trastorno se acepta como una patología grave y multifactorial, la sociedad está obligada a invertir recursos, tiempo y, lo más importante, a revisar sus propios mandatos de belleza y rendimiento. Es más barato y más fácil proyectar el juicio. El individuo es puesto en un juicio de valor donde se le exige que "elija la salud" o "coma", anulando la complejidad de la neurociencia y la psicología que demuestran que la enfermedad es una prisión cognitiva, no una elección voluntaria. La jurisprudencia de la compasión queda en suspenso.
La fuerza inmutable que mantiene este conflicto es la colisión entre el imperativo biológico de la supervivencia y la coerción cultural de la delgadez. Esta fricción perpetúa el ciclo de la enfermedad al forzar al paciente a una doble batalla: contra su propia psiquis y contra el juicio social que niega la legitimidad de su sufrimiento.
Si la sanación exige la aceptación radical de la propia vulnerabilidad, ¿cómo podéis esperar que el individuo se atreva a confesar su trauma cuando la única respuesta garantizada por el colectivo es la condena moral y la negación de la gravedad de su lucha?

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