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LA FALLA GEOLÓGICA DE LA SONRISA: CUANDO LA RABIA DE LA CALLE QUIEBRA EL DISPOSITIVO DE LA IMAGEN

La pregunta de si Claudia Sheinbaum podrá mantener su imagen positiva tras intensas protestas no es política; es un análisis de ingeniería social y gestión del biopoder. La "imagen positiva" no es un reflejo de la realidad, sino un dispositivo de control foucaultiano, cuidadosamente construido y administrado por el aparato de Estado para garantizar la obediencia y la calma. Las protestas, en este contexto, no son un mero desacuerdo, sino la falla geológica a través de la cual la rabia reprimida del cuerpo social  se libera, obligando a la imagen a enfrentarse con el caos de la realidad.

El dilema es este: la imagen está diseñada para ser estática e idealizada, pero el acto de gobernar es dinámico y conflictivo. La imagen tiene que resquebrajarse para que el político, el gobernante real, pueda emerger.

La imagen pública de un líder opera como un tranquilizante social que busca desactivar la crítica y la resistencia antes de que se manifiesten.

 La "imagen positiva" es la herramienta con la que el poder busca construir un consenso hegemónico. Se basa en la difusión constante de logros medibles y en la eliminación sistemática (o el silenciamiento) de la disidencia. La imagen no es lo que el líder es, sino lo que el líder necesita que la masa crea que es para que el sistema opere sin fricciones.

 Foucault definió el poder como una red que se ejerce, no una cosa que se posee. La imagen positiva es el punto focal de esa red. Mantenerla es un ejercicio constante de vigilancia sobre el discurso y represión de la verdad inconveniente. Cualquier protesta intensa no es solo un ataque a la persona, sino un sabotaje al dispositivo de control social.

El psicoanálisis social  nos enseña que la represión del descontento no lo elimina; lo convierte en energía somática atrapada.

 Las protestas masivas son el síntoma de una tensión social que el dispositivo de la imagen ha fallado en contener. Es la "liberación" de la rabia económica, de seguridad o de justicia, que el individuo ya no puede procesar en silencio. Esta energía, al liberarse colectivamente en la calle, tiene una fuerza cinética que la imagen no puede detener.

La imagen positiva no puede asimilar el dolor o la rabia de la multitud. Cuando la protesta se vuelve intensa, la respuesta empática codificada del líder es vista como una performance vacía. Si el líder no puede sentir y validar la rabia del proletariado, la imagen se convierte en una máscara rígida que se rompe.

El dilema existencial para Sheinbaum (o cualquier político) tras la protesta es cómo reconciliar la dualidad entre el líder-ideal y el líder-real.

 Una vez que el dispositivo de la imagen se ha agrietado, cada nueva protesta actúa como una cuña que ensancha esa grieta. El líder está obligado a elegir: o intenta reparar la imagen con más propaganda (arriesgándose a ser visto como artificial), o permite que la imagen muera y emerge como un líder pragmático que tolera el conflicto social.

 La base del "proletariado" no perdona la duplicidad. Si se percibe que el líder está más preocupado por el prestigio (la imagen) que por la miseria real (el contenido de la protesta), el capital de confianza se agota irreversiblemente. La única forma de mantener el apoyo no es a través de la apariencia, sino a través de la acción que beneficia la cadencia de vida del ciudadano de a pie.


Sientes la presión, la necesidad de que la cara sonriente de tu líder te dé calma. Pero al escuchar el grito de la multitud, sientes la contradicción. Tu cuerpo te dice que la imagen es una mentira cuando el estómago tiene hambre. El líder debe elegir: mantener el espejo de la ilusión o aceptar la grieta y gobernar con la complejidad real de la nación. Tu rabia es la única fuerza real que puede derribar la arquitectura de la imagen.


Si la imagen es la prisión de la política, ¿cuándo permitirá el líder que el clamor de la calle sea la verdad no negociable?

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