LA IA NO DETECTA EL ABUSO INFANTIL; AUTOMATIZA NUESTRA INDIFERENCIA MORAL




La tecnología, en su afán por exorcizar la barbarie humana, no hace más que refinar las jaulas. El nuevo héroe del siglo XXI, el algoritmo que promete detectar el abuso infantil, no es un ángel de la guarda, sino la prueba fehaciente de que hemos fracasado en la única tarea que nos definía: la empatía. La promesa de esta inteligencia artificial es simple: una red neuronal depurará el vasto océano digital de datos para pescar la evidencia que el ojo humano, lento y fatigado, deja escapar.

Este proceso, que se vende como redención tecnológica, es en realidad un Principio Sistémico Roto disfrazado de solución. Se ha asumido la creencia absurda de que la moralidad humana, ese colapso ético profundo que produce el abuso infantil, puede ser traducida a un simple patrón de bits. El abuso no es un patrón de bits; es un fracaso de la civilización.

La voluntad colectiva de delegar la vigilancia a un ente sin conciencia que impulsa este sistema reside en la expansión de la sospecha como norma. La pregunta ya no es si el abuso existe, sino cuánto tiempo tardará el sistema en señalar, con la fría eficiencia del Big Data, a un inocente. Al automatizar la detección, el sistema no encuentra al abusador; encuentra la Falla de Privacidad que lo delata, sometiendo a toda la población bajo un régimen de vigilancia pasiva. El verdadero delito de la IA, en este contexto, es el reemplazo de la intervención crítica humana por la eficiencia burocrática.

El precio de esta "mejora" es la Gran Fisura Estructural: nuestra rendición a la idea de que la máquina puede, y debe, juzgarnos. Hemos caído en el Autoengaño Colectivo de creer que una solución tecnológica es más limpia que una confrontación moral. Pagamos la tarifa de la vigilancia total para poder dormir tranquilos, convencidos de que la máquina nos excusa de la responsabilidad cívica de educar, intervenir y, sobre todo, sentir.

La IA no mejora la detección; la optimiza, que es mucho peor. Nos da la ilusión de control, pero a costa de la única herramienta real de prevención: la conciencia activa.

Cien años en el futuro, viviremos en una sociedad donde la IA detectará el abuso con una precisión del 99.9%, pero el acto de abuso persistirá en zonas ciegas, fuera de la red, o por la obsolescencia de la propia empatía humana, delegada por completo al código. La máquina nos habrá salvado del espectáculo del mal, pero no de su esencia.

Si delegamos la detección de nuestra falla moral más profunda a un circuito de silicio, ¿qué queda de la humanidad que vale la pena salvar?

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