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Los errores de la ciencia:

 

Una falla en el sistema

El progreso no es un avance lineal, sino un proceso de constante corrección, una autopsia sin fin de nuestras propias fallas.

En el vasto y complejo campo de la medicina, se nos ha enseñado a venerar los dogmas, a confiar en los protocolos establecidos y a aceptar los tratamientos con una fe casi ciega. Durante más de cuarenta años, un pilar de esta fe ha sido el uso de los betabloqueantes para prevenir ataques cardíacos en pacientes que han sufrido uno. Era una verdad universalmente aceptada, una ley de la física médica. Pero, como todo sistema, este tenía una falla de programación que nadie se atrevía a ver: la variable que se negaba a encajar, la que se ignoraba por su incomodidad.

El problema no era el medicamento en sí, sino el organismo al que se le aplicaba. Un reciente estudio, una disección de datos que se había hecho pública, revelaba un silencio ensordecedor: los betabloqueantes, en muchos casos, no solo no prevenían futuros infartos en mujeres, sino que en algunos contextos, incluso podían aumentar la mortalidad. Era como un bug en el software, un error lógico que había permanecido oculto en el código por décadas.

Me imaginé a la comunidad científica como un gigantesco cerebro colectivo que, de repente, se daba cuenta de que una de sus sinapsis principales estaba defectuosa. La información estaba ahí, en los ensayos clínicos, en los estudios de seguimiento, pero el sesgo, una de las enfermedades más antiguas de la humanidad, había impedido que los datos fueran procesados con la objetividad que merecían. El tratamiento había sido diseñado para un arquetipo, para un paciente genérico que, en el 99% de los casos, era masculino. Los datos femeninos eran simplemente "anomalías" que se descartaban, o se promediaban, una forma de ignorar la realidad para mantener el dogma intacto.

El hallazgo de este estudio no es solo un avance médico. Es una lección sobre la humildad de la ciencia. Nos recuerda que la verdad es un ser vivo, en constante evolución, que a menudo se esconde en los márgenes, en las variables que se consideran irrelevantes. Nos obliga a cuestionar todo lo que damos por sentado, a desconfiar de las "verdades" que se han mantenido por su antigüedad y no por su solidez.

Me quedé pensando en todas las mujeres que, en silencio, sufrieron las consecuencias de esta falla sistémica. En todas las vidas que se perdieron o que se vieron afectadas por la arrogancia de la ciencia. Este no es solo un caso de medicina; es un caso de ética, un recordatorio de que la tecnología y la ciencia sin conciencia pueden ser tan peligrosas como una espada sin filo. Es un llamado a la acción, a reescribir los protocolos, a reevaluar los datos y, sobre todo, a reconocer la diferencia, porque en la diferencia reside la verdad.

Y si la ciencia puede fallar en algo tan tangible como la salud, ¿qué tan preparados estamos para enfrentar las fallas en un plano mucho más intangible? La próxima semana exploraremos cómo la prohibición de las redes sociales en los jóvenes puede ser una de esas fallas, un experimento social masivo que, en su intento por protegerlos, podría estar creando una nueva y más peligrosa forma de aislamiento. ¿Es la desconexión la solución a un problema de conexión?