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El mapa de la memoria:

 Una crónica de todos los ayeres

La memoria no es un cofre donde guardamos recuerdos, sino un río donde el pasado fluye perpetuamente a través de nosotros.

Nunca me he fiado de la memoria. Siempre la he visto como una fuerza caprichosa, una vieja mentirosa que adorna los hechos y esconde las cicatrices. Para la mayoría de nosotros, es un filtro amable, un olvido necesario que nos permite seguir adelante sin el peso de cada minuto vivido. Pero el caso de la adolescente francesa, que llegó a mí a través de las áridas palabras de un titular científico, me obligó a replantearme todo lo que creía saber. El titular decía "Hipermnesia", una palabra clínica para describir una realidad que se sentía más bien como una antigua maldición o un don divino.

Me la imaginé, no como una chica con un cerebro extraordinario, sino como una criatura del tiempo. Quizás su nombre era Clío, o Helena, o simplemente Marie. La vi sentada en una terraza de París, con el sol de la tarde filtrándose entre las hojas de los árboles. Y mientras sorbía su café, su mente no estaba allí. Su conciencia era una corriente imparable que la arrastraba a un día de verano de hace diez años, cuando tenía siete y se comió un helado de fresa que le supo a una promesa de felicidad. Al mismo tiempo, veía a su abuela, que había muerto, bailando en la sala como si el tiempo no hubiera pasado. ¿Quién era ella? ¿La chica en la terraza o la niña que se comía un helado?

Su vida no era una línea recta, sino un laberinto de espejos. Cada uno de sus reflejos era un momento en el tiempo, una escena que se repetía con la misma intensidad que el día en que la vivió. El primer beso, la caída en bicicleta, el aroma de la casa de su infancia en un día de lluvia. Nada se perdía, nada se borraba. ¿Cómo se vive en un presente cuando el pasado y el futuro ya están ahí, vibrando en cada rincón de la mente? Me pareció una forma de soledad que nadie más podría comprender. Estar rodeada de personas y, al mismo tiempo, estar sola en un universo de recuerdos que solo ella podía ver.

Tal vez la ciencia insista en llamarlo un trastorno, un fenómeno para estudiar. Pero mi alma de cronista me dice que es un acto de realismo mágico, un recordatorio de que el tiempo es más un sueño que una realidad. Me pregunté qué sucedería si cada uno de nosotros tuviera su don. Si el tiempo se convirtiera en un lugar donde podríamos regresar para corregir un error, para decir un "te quiero" que no dijimos, para sostener la mano de alguien que ya no está. Si la memoria, en lugar de ser un recuerdo, se convirtiera en un lugar al que pudiéramos volver. ¿Estaríamos más completos o más rotos?

El día comenzó a oscurecer. Me quedé con la sensación de que, en algún lugar del mundo, una joven estaba viviendo todos sus "ayeres" y "mañanas" al mismo tiempo, sin poder escapar. Su historia no es solo un caso clínico; es una parábola sobre la condición humana. Una que nos recuerda que, quizás, no deberíamos fiarnos tanto de la memoria.

La próxima semana, exploraremos otro de estos silencios que se ocultan en la ciencia. Un medicamento que se ha usado por décadas y que, al parecer, ha estado fallando a la mitad de la población. ¿Qué otras verdades nos hemos negado a ver por miedo a lo que encontraremos?