El Zarpazo del 82%.
La historia no es una crónica de eventos. Es una crónica de instintos. Y el instinto del depredador, una vez que ve su presa, nunca se detiene.
El aire de la polÃtica huele a sangre vieja y a miedo. El zarpazo fue preciso, anunciado con la misma frialdad que un leopardo marca su territorio. No hubo gritos, ni batallas, solo un titular. El ochenta y dos por ciento de Cisjordania. No lo llamaron una anexión. Lo llamaron una propuesta. Un término que usan los depredadores para camuflar su intención. El cronista, desde la cima de un muro, observa la escena, registrando la farsa. Ve a los polÃticos hablando de paz mientras afilan sus garras. Ve a los analistas discutiendo los detalles, sin notar el instinto primario que ha guiado todo el proceso. Es un ritual, tan antiguo como la hierba, donde un animal más grande y más fuerte, simplemente, toma lo que necesita.
La presa, ya herida por siglos de conflicto, se encogió. El anuncio no fue una sorpresa. La historia, vista desde la distancia, es una serie de eventos inevitables. Un pez que salta del agua para evitar a un tiburón solo para caer en las fauces de una gaviota. No hay suerte, no hay destino, solo la brutal ley de la supervivencia. La tierra, dividida en porcentajes, se convirtió en una estadÃstica. Las casas, los campos, los árboles, dejaron de ser hogares para ser números en un mapa. Un trozo de carne más en el plato de la historia.
Y el cronista, con su mirada felina, no juzga. Simplemente toma nota. Anota la forma en que los poderosos se justifican, la manera en que los débiles se defienden, y la patética inocencia de los que creen que la civilización ha superado las leyes de la selva. La caza ha terminado por ahora. El cazador ha marcado su territorio. Y la presa, sin voz, solo puede esperar, sabiendo que el apetito del depredador es insaciable.
La noche cayó. El polvo de las noticias se asentó. Y en las calles de Tel Aviv y Cisjordania, los humanos siguieron con sus vidas, ignorando la verdad. No se trataba de fronteras o de polÃtica. Se trataba de instintos. Y el instinto del cazador, el más frÃo de todos, nunca se equivoca.
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