Crónica de un Alma Perdida
"El laberinto no tiene paredes, está hecho de incertidumbre y de la promesa de un fantasma."
En la narrativa de la injusticia, hay crímenes que dejan una herida abierta y hay otros que borran la existencia por completo. La desaparición forzada es la negación de la vida en su forma más cruel, un limbo existencial que no permite el luto ni la certeza. El caso de Ligia Ceballos, una mexicana que fue robada al nacer durante la dictadura franquista en España, no es solo una historia de identidad perdida, sino el eco doloroso del caso de Diana Ortiz, la monja estadounidense que fue secuestrada y torturada en Guatemala. Ambos casos son hilos en un tapiz oscuro que muestra cómo los regímenes autoritarios, sean militares o burocráticos, utilizan el silencio y el miedo como armas de control. Ligia se busca a sí misma como Diana, no solo porque su nombre de nacimiento era María Diana Ortiz Ramírez, sino porque ambas transitaron por un laberinto de burocracia, indiferencia y un trauma que se resiste a ser olvidado.
El laberinto de la desaparición forzada es un espacio psicológico de tortura. Para la víctima, como lo fue Diana Ortiz, la tortura no termina con la liberación; el trauma continúa. La desaparición forzada deja una marca imborrable en la psique, una sensación de ser un "fantasma en vida," una entidad que ha sido borrada de los registros oficiales. Para Ligia Ceballos, el trauma no fue el secuestro, sino el descubrimiento de una verdad que desmanteló su identidad. Ella pasó de ser una hija amada a ser la víctima de un crimen, una persona que ha sido reemplazada por otra. Este es el núcleo de la tragedia: la despersonalización. Quien busca a su ser querido, como en el caso de la búsqueda de Diana Ortiz, se ve a sí mismo caminando en un laberinto sin salida. La esperanza de encontrar a su ser querido se mezcla con la desesperación de no saber si está vivo o muerto. Es un duelo en suspenso, una agonía interminable que consume el alma.
El "laberinto" es una metáfora perfecta para el fracaso del Estado. En el caso de Ligia Ceballos, las autoridades mexicanas han archivado su caso, dejando a una víctima sin acceso a la verdad. La desaparición forzada se convierte en un crimen perfecto porque el Estado, en lugar de ser el protector de la justicia, se convierte en el cómplice del olvido. El Estado mexicano, a pesar de las recomendaciones de Amnistía Internacional y la Corte Suprema, se niega a reconocer que Ligia fue víctima de un crimen que no prescribe. Esta inacción no es un simple error burocrático, es una declaración política de impunidad. Es una lección para quienes buscan justicia: el camino no será fácil y, a menudo, el enemigo no es un solo individuo, sino un sistema entero que prefiere el silencio a la verdad. La impunidad es la única salida en este laberinto de la injusticia, un camino que no lleva a la libertad, sino a la muerte del alma.
Ligia Ceballos, al buscar su verdadera identidad, se convierte en un eco de la lucha de Diana Ortiz. Ambas historias nos recuerdan que la desaparición forzada es una herramienta de poder, un mecanismo para silenciar a quienes se atreven a desafiar el statu quo. En el caso de Diana Ortiz, fue la tortura y el secuestro lo que buscaba silenciarla por su trabajo con los oprimidos. En el caso de Ligia Ceballos, fue el robo de un bebé lo que la silenció de por vida. Ambas historias convergen en el mismo punto: la desaparición de un alma en un laberinto de mentiras y oscuridad. El relato de Ligia no es solo una crónica, es un recordatorio de que la lucha por la justicia es un viaje sin fin, un viaje en el que los vivos, con la esperanza como faro, intentan encontrar a sus muertos. Y en este viaje, la única certeza es que la verdad, por dolorosa que sea, es la única llave para abrir las puertas del laberinto.
Publicar un comentario