Un Eco en el Salón de la ArmonÃa
La historia de un hombre y un concierto interrumpido por la realidad.
La noche en Londres tenÃa un color a terciopelo oscuro, salpicado por el oro de los faroles que se reflejaban en el asfalto húmedo. El Royal Albert Hall se alzaba, imponente, como un mausoleo a la cultura, un lugar donde el mundo, por unas horas, podÃa fingir que la belleza de la música era el único lenguaje. Fui uno de esos ilusos que se habÃa vestido para la ocasión, con la esperanza de que la melodÃa de Tchaikovsky nos hiciera olvidar el ruido del siglo.
A mi lado, en la fila 3, se sentaba una señora mayor, de rostro cincelado por las décadas y una mirada tan aguda como la de una lince. Me habÃa contado que era su quincuagésima vez en los BBC Proms. "Un ritual," me dijo con una sonrisa, "la única noche del año en que el mundo se detiene." Ella no sabÃa lo que venÃa.
La orquesta de Melbourne habÃa comenzado a tocar. El crescendo inicial del concierto llenaba el aire, un torrente de notas que prometÃa transportarnos a un lugar de paz, lejos de los titulares que habÃa leÃdo esa mañana. Pero el sonido de un violÃn, por más virtuoso que sea, es frágil ante la resonancia de la verdad.
Un murmullo comenzó a expandirse desde la parte trasera del salón, un sonido sordo, como el de una bestia que se despierta. Al principio, era solo una anomalÃa, un eco disonante en la sinfonÃa. Pero luego se hizo más fuerte, un eco de la rabia que el mundo, afuera, no podÃa contener. Los gritos resonaron: "¡Palestina libre! ¡No más muertes!"
La orquesta se detuvo abruptamente. El director, con la batuta suspendida en el aire, se quedó congelado, un retrato de la perplejidad. El silencio que siguió no fue el de la reverencia, sino el de la interrupción. La señora a mi lado, por primera vez en cincuenta años, dejó de sonreÃr. Su rostro reflejaba la indignación de quien ve su santuario profanado. "No aquÃ," susurró. "No en el arte."
Pero, ¿puede la cultura, como un faro en la niebla, realmente existir aparte del barco que la transporta? El incidente fue un recordatorio brutal de que el arte, por más elevado que se pretenda, es siempre un espejo de su tiempo. Y en este tiempo, el espejo está roto. Los manifestantes no solo interrumpieron un concierto; rompieron la ilusión de que la música, o cualquier arte, puede ser un refugio de la realidad.
Los guardias de seguridad se movieron con una prisa torpe para sacar a los protestantes. Pero el daño ya estaba hecho. No se trataba de si el concierto podÃa o no continuar. La pregunta era si nosotros podÃamos. Si podÃamos, después de haber escuchado el grito de aquellos que se negaban a ser ignorados, volver a la comodidad de nuestras sillas y fingir que la música era todo lo que importaba. La interrupción se habÃa convertido en la parte más memorable de la noche, una pieza musical que nadie esperaba, con una melodÃa tan cruda como la verdad.
¿Qué sucede cuando las narrativas de la guerra se filtran en las esferas de la paz? Y, lo más importante, ¿estamos preparados para escuchar la sinfonÃa de la destrucción que se esconde detrás de la armonÃa?
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