-->

La Sangre y el Bistur

 

La Sangre y el Bisturí: El Legado de la Medicina en la Antigua Roma

Por El Patriarca de la Prosa


"En el vasto teatro de Roma, el destino de un hombre podía ser sellado en el campo de batalla, en las arenas del circo, o en la mesa de un cirujano; un lugar donde la vida y la muerte se medían con la frialdad del metal."


En la inmensidad del Imperio Romano, que se extendía desde las nieblas de Britania hasta las arenas de Egipto, la vida humana, en su frágil y efímera existencia, estaba constantemente amenazada. En las bulliciosas calles de la urbe, entre el hedor de las cloacas y el incienso de los templos, la enfermedad acechaba como una sombra; en el campo de batalla, bajo el estruendo de los escudos, la herida era un destino casi inevitable. Y sin embargo, en este vasto teatro de la vida y la muerte, un tipo de hombre, a menudo un esclavo o un liberto, blandía el bisturí con una precisión que desafiaba la creencia popular de la época. A estos hombres, a estos "cirujanos olvidados", la historia oficial, obsesionada con los césares y los generales, les había negado la voz, relegándolos a un oscuro rincón. Pero ahora, los hallazgos arqueológicos nos permiten desenterrar su legado, un legado forjado en el hierro y la pericia.

Los recientes descubrimientos en las ruinas de Pompeya, una ciudad que se detuvo en el tiempo tras la devastadora erupción del Vesubio en el año 79 d.C., han sacado a la luz un vasto e impresionante conjunto de instrumental quirúrgico. No eran toscas herramientas, sino piezas de una delicadeza y una precisión asombrosas: más de cuarenta instrumentos de bronce y hierro que incluían bisturís, fórceps dentados para extraer flechas de los músculos, cinceles afilados para trepanaciones craneales, y agujas de sutura que atestiguan una habilidad tan avanzada que parece anacrónica para la época. Este arsenal, conocido por los expertos como "el tesoro del cirujano", nos obliga a reescribir el capítulo sobre la medicina romana, a entender que, más allá de las supersticiones y los conjuros, existía una práctica médica basada en la observación, la experimentación y un conocimiento profundo del cuerpo humano, heredado en gran parte de las enseñanzas de Galeno y otros sabios griegos. El influyente médico y autor Aulus Cornelius Celsus, en su obra De Medicina, ya describía con exactitud la cirugía de cataratas, las amputaciones y el uso de ligaduras para detener hemorragias, alrededor del siglo I d.C., mucho antes de que se entendiera el sistema circulatorio.

La figura del médico en la Antigua Roma era un complejo tapiz de contradicciones. La sociedad lo despreciaba, considerándolo un oficio de sirvientes, indigno de un ciudadano romano de buena estirpe. De hecho, la mayoría de los médicos eran esclavos o libertos griegos, lo que explica por qué sus nombres rara vez aparecen en los registros históricos. Pero al mismo tiempo, lo buscaba desesperadamente cuando la fiebre consumía a un hijo o cuando una herida de espada amenazaba la vida. Fue en las legiones, lejos del orgullo de la urbe, donde la medicina romana alcanzó su máximo esplendor. La existencia de los valetudinaria (hospitales militares) y un cuerpo médico organizado en las legiones, donde los medici (soldados con formación en primeros auxilios) y los medici ordinarii (médicos expertos) operaban, atestigua la importancia que el Imperio daba a la salud de sus soldados. Allí, en la brutalidad del campo de batalla, el cirujano aprendía su oficio, trataba fracturas abiertas, amputaba miembros gangrenados y realizaba cirugías con una frialdad y una eficacia que sentaron las bases de la medicina moderna. En estos hospitales militares, el conocimiento se transmitía, no a través de grandes tratados filosóficos, sino a través de la práctica diaria, con las manos manchadas de sangre y la urgencia de salvar una vida más para el Imperio.

El hallazgo de estas herramientas no es solo el descubrimiento de unos objetos de metal, sino el rescate de la memoria de hombres y mujeres anónimos que, en la sombra de la historia, se dedicaron a una labor tan fundamental como la construcción de un acueducto o la conquista de una provincia. Su legado es la prueba de que, incluso en un mundo dominado por la guerra y el poder, la ciencia y la compasión, a menudo en las manos de los menos afortunados, encontraban su camino para florecer y marcar el rumbo de la civilización.