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La Locura del Mar:

 La Odisea de la Mente en los Barcos del Siglo XVII

Por Profesor Bigotes


"La locura en el mar no era un fracaso, sino una consecuencia de la inmensidad y el confinamiento, una flor oscura que crecía en la soledad del océano."

El barco zarpó de puerto, un coloso de madera que llevaba la promesa de un nuevo mundo o la certeza de un final amargo. Pero en sus entrañas, en la penumbra de los camarotes y el hedor de las cubiertas, no solo viajaban hombres, cañones y mercancías; viajaba también el alma humana, una carga frágil, un pasajero silencioso que nadie sabía cómo cuidar. En la tierra, el médico de aldea curaba el hueso roto y la fiebre con ungüentos y oraciones. Pero en el mar, el curandero a bordo se enfrentaba a un mal sin nombre, a una enfermedad que crecía en la cabeza de los marineros como el salitre en la madera: la locura.

Los días se fundían en noches. El sol y la luna se repetían en un ciclo implacable, y el único horizonte era la curvatura del mundo, una línea que no terminaba nunca. El confinamiento era una tortura lenta, una prisión sin barrotes donde cada hombre se convertía en el carcelero del otro. Las prácticas médicas de la época se basaban en la antigua teoría de los cuatro humores, creyendo que un desequilibrio de la "bilis negra" era la causa principal de la melancolía y la locura. Ante un marinero con "dolores violentos en la cabeza" o síntomas de psicosis, la solución más común era la sangría. El cirujano de barco John Conny, en el siglo XVII, llegó a documentar que esta práctica hacía que los pacientes se sintieran "mucho mejor en poco tiempo". El encierro en el calabozo, un espacio sin luz ni aire, era la última medida, donde la locura se cocía a fuego lento hasta que no quedaba más que el cascarón de un hombre.

Y luego estaba la nostalgia, esa enfermedad del alma que se arrastraba por las cubiertas como una neblina pesada. El término médico fue acuñado en 1688 por el doctor Johannes Hofer, quien la describió como una enfermedad potencialmente mortal que afectaba a soldados y marineros. Los síntomas incluían "una tristeza acompañada de insomnio, anorexia y otros síntomas desagradables". En lugar de compasión, los marineros de mayor rango lo trataban con desprecio. Lo tildaban de cobarde, de débil, de hombre sin honor. "Es solo una falta de voluntad", decían, sin entender que la nostalgia no era un capricho, sino un anhelo que, de tan profundo, te vaciaba por dentro.

El mito del marinero invencible, ese titán de la aventura que todo lo resiste, era la narrativa que se contaba en los puertos para reclutar nuevas almas al matadero. Pero la realidad era un relato diferente. Detrás de los ojos de los marineros más curtidos, en la inmensidad de sus miradas perdidas, se escondía la batalla silenciosa contra la desesperación. El mar, ese maestro brutal, no solo destruía los barcos con sus tormentas, sino que también desmantelaba las mentes de los hombres con el confinamiento y el miedo, dejando a su paso fantasmas que navegaban en sus propios cascarones de carne, a la deriva en un océano de locura. La invencibilidad era un disfraz, y la realidad, una batalla constante contra el abismo.